La semana pasada, la opinión pública se ha visto sobresaltada por la noticia de que dos magistrados argentinos, al juzgar la violación de un menor de seis años, resolvieron no aplicar la agravante prevista en el segundo párrafo del artículo 119 del Código Penal, que castiga el delito de abuso sexual, cuando dicha conducta, por su duración o por las circunstancias de su realización, «hubiere configurado un sometimiento sexual gravemente ultrajante para la víctima»

Más allá de su acierto -que no valoraré, por carecer de los elementos necesarios para hacerlo- las reacciones contra la decisión de los jueces me han parecido algo desproporcionadas y, la mayoría de ellas, motivadas en lo que de sobra conocemos ya como populismo punitivo.

Creo que si hay que apuntar contra alguien en este triste asunto ese alguien debe ser el legislador argentino de 1999, que llevó a cabo una reforma muy poco afortunada del Título III del Código Penal y estuvo especialmente desacertado al introducir en la ley conceptos vagos, imprecisos y ambiguos, como este del «sometimiento sexual gravemente ultrajante».

Las leyes penales deben ser claras, precisas y comprensibles. Esta exigencia no es simplemente un adorno o una aspiración sino un imperativo constitucional relacionado directamente con la vigencia del principio de legalidad en el Derecho Penal, que es una de las principales garantías del Estado de Derecho para la libertad de los individuos.

La obligación de que las leyes con contenido y finalidad sancionadora sean formuladas de modo preciso, claro y unívoco se justifica también en la necesidad de limitar al máximo la discrecionalidad judicial -esto es, impedir la creación o modificación jurisprudencial de los delitos y las penas-; de garantizar, por tanto, a los individuos certeza acerca de las consecuencias normativas de sus conductas (FERRERES COMELLA, 2002) y asegurar la vigencia de otros derechos constitucionales, como el de la defensa en juicio (1).

Lo que algunos autores llaman mandato de determinación y otros taxatividad ha sido establecido como garantía para la preservación de la libertad y autodeterminación de los individuos. En palabras de RAWLS, «este precepto exige que las leyes sean conocidas y expresamente promulgadas, para que su significado sea claramente expuesto; que las leyes sean generales, tanto en su declaración como en su disposición, y no sean usadas para dañar a individuos particulares, quienes pueden estar expresamente señalados» (2).

Desde este punto de vista, la vaguedad o la imprecisión en las leyes penales entrañan un riesgo para la libertad de las personas en la medida en que propician la discrecionalidad judicial y pueden dar pie, en consecuencia, a una aplicación arbitraria o desviada de la ley.

El riesgo de incurrir en lesión del mandato de determinación -dice INZUNZA CÁZARES-«puede verse incrementado cuando se abusa de elementos normativos de alto contenido valorativo, como son los conceptos parasitarios de concepciones morales (obscenidad, castidad, pudor, pornografía, etcétera) o la indicación normativa de conductas que sólo resultan susceptibles de constatación desde una apreciación valorativa (ultrajar, injuriar, hacer apología, etcétera)» (3).

La expresión ‘gravemente ultrajante’ que emplea el segundo párrafo del artículo 119 del Código Penal argentino, para calificar uno de los tipos agravados del delito de abuso sexual, es lo que Luigi FERRAJOLI llama términos o expresiones valorativas; es decir, expresiones con escaso o nulo núcleo de certeza que, al carecer de referencia empírica, atribuyen un poder de decisión importante (en base a sus propios juicios de valor) a quienes aplican las leyes.

Para el ilustre jurista florentino, una exigencia de ‘estricta legalidad’ prohíbe que las leyes penales usen conceptos que sean condición suficiente para la configuración de los delitos y cuya aplicación sólo pueda decidirse mediante juicios de valor (4).

El Tribunal Constitucional español ha dicho que el mandato de taxatividad, como parte integrante del derecho fundamental a la legalidad penal consagrado en el artículo 25.1 CE, obliga al legislador a configurar los tipos penales con la mayor claridad posible y a evitar la creación de tipos penales tan abiertos que su aplicación o no aplicación dependa de una decisión prácticamente libre y arbitraria de los tribunales, lo que no sólo iría en contra del principio de seguridad jurídica, sino también de la exigencia de reserva absoluta de ley en sentido formal.

A mi modo de ver, el término «ultrajante» no tiene suficiente arraigo en nuestra cultura jurídica (recordemos que el sustantivo «ultraje», a pesar de su sonoridad, no significa otra cosa que ajamientoinjuria o desprecio) y carece en cualquier caso de virtualidad significante. Se trata de una expresión cuyo contenido semántico no puede ser concretado mediante el empleo de criterios lógicos, técnicos o de experiencia y, por tanto, estamos ante una expresión manifiestamente inadecuada para la descripción de una conducta punible.

Bien es verdad que en materia penal parece inevitable un cierto margen de imprecisión, ya que hasta ahora han fracasado todos los intentos por establecer con exactitud qué tan precisa debe ser una norma penal. El propio Tribunal Constitucional español ha dicho que un cierto margen de indeterminación en la formulación de los tipos ilícitos no entra en conflicto con el principio de legalidad, en tanto y en cuanto no aboque a una inseguridad jurídica (STC 69/1989/1).

Pero también es verdad que el empleo de una expresión tan poco precisa y, sobre todo, tan poco corriente en el lenguaje usual de las personas, como «ultrajante» afecta gravemente tanto a la certeza jurídica como a la imparcialidad en la aplicación del Derecho. Esto es precisamente lo que ha ocurrido en el caso de la violación del menor juzgada recientemente por los dos jueces de la Cámara de Casación Penal argentina, en el que todo indica que la libre y prudencial valoración judicial ha provocado un claro perjuicio a la víctima.

Los jueces -acertados o no, insisto- han hecho uso del margen de discrecionalidad que les ha dejado la ley, que es muy grande (desusadamente grande), en la medida en que el concepto valorativo empleado posee un muy elevado grado de imprecisión y no puede ser precisado, en este caso, mediante operaciones lógicas que reconduzcan la idea de ultraje a estados de cosas moralmente relevantes, independientes de las actitudes y prácticas de las personas concretas.

Es decir que, a diferencia de lo que sucede con otros conceptos valorativos -como por ejemplo el de «obscenidad»– el concepto de «ultraje» no admite fácilmente un uso simplemente descriptivo que pueda propiciar o facilitar una aplicación objetiva y neutral de la norma penal que lo contiene. La particular vaguedad de este concepto valorativo impide hallar una respuesta correcta única en cada caso y obliga al juzgador a desarrollar un razonamiento moral, pero no para identificar el contenido del derecho, sino para crear derecho a partir del material jurídico existente, algo que en principio está vedado al juzgador penal, por aplicación de la garantía de legalidad.

Para concluir, pienso que la polémica en torno a la decisión adoptada por los jueces argentinos es exagerada y que los esfuerzos deben centrarse en presionar al Poder Legislativo para que elimine de la ley la expresión «gravemente ultrajante» y, de paso, limpie nuestro Código Penal de cualquier otro elemento valorativo o expresión vaga o imprecisa que favorezcan la discrecionalidad judicial en desmedro del principio de legalidad penal y de la garantía del artículo 18 de la Constitución Nacional.

 

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