Poco antes de las seis de la tarde del sábado, un avión de la Policía Federal aterrizó en el aeropuerto de Brasilia llevando a los condenados por el Supremo Tribunal Federal a empezar de inmediato a cumplir las sentencias recibidas. Tres horas más tarde, fueron conducidos a la Penitenciaria da Papuda. Entre los presos estaba la heredera de un banco privado y un publicitario dado a prácticas heterodoxas, para decirlo de alguna manera, a la hora de levantar fondos para campañas electorales. Pero la imagen que importa era otra: la de José Dirceu, quizás el más consistente cuadro de la izquierda brasileña, y José Genoino, un ex guerrillero que llegó a presidir el PT de Lula da Silva, llegando a la cárcel.
Termina así la etapa más estruendosa de un proceso que empezó, se desarrolló y vivió todo el tiempo bajo intensa presión mediática. A lo largo de meses, y con transmisión en directo por televisión, se intensificó el atropello de principios elementales de la justicia, se abrió espacio para que varios de los magistrados máximos del país hicieran gala de su histrionismo singular, y se llegó a sentencias propias de un tribunal de excepción.
Jamás se presentaron pruebas sólidas de que existió el mensalao, o sea, la distribución mensual de dinero a parlamentarios de la base del gobierno de Lula da Silva, para que aprobasen proyectos de interés del Poder Ejecutivo. Lo que sí hubo –y de eso sobran pruebas, evidencias e indicios– fue el repase de recursos para cubrir gastos y deudas de campañas de aliados. Es lo que llaman en Brasil de “caja dos” –una contabilidad irregular, al margen de la oficial–, y que es parte intrínseca de todos los partidos, sin excepción, en cada elección. Es, por supuesto, crimen previsto y pasible de sanciones legales, pero en el ámbito del Código Electoral, y no en el del Código Penal.
La denuncia surgió en 2005, a raíz de una entrevista del entonces diputado federal Roberto Jefferson, del PTB, aliado del primer gobierno de Lula da Silva (2003-2007). Jefferson, poco o nada adicto a las normas elementales de la moral y de la ética, quiso avanzar en recursos públicos más allá de lo admisible por las elásticas y nunca escritas reglas del juego político brasileño. José Dirceu, entonces todopoderoso jefe de Gabinete de Lula, lo frenó. En represalia, Jefferson lanzó la denuncia.
Ha sido el combustible perfecto para una maniobra espectacular de los grandes conglomerados mediáticos brasileños, que desataron una campaña casi sin precedentes. Resultado: la caída de Dirceu, y por rebote, de otra figura emblemática del PT, su presidente nacional, José Genoino.
Todo lo demás fue accesorio. Fulminar a Dirceu, devastar la base de Lula, intentar destrozar su popularidad e impedir su reelección en 2006 eran, en verdad, el objetivo central.
Lula se reeligió en 2006 y eligió a su sucesora, Dilma Rousseff, en 2010. Pero Dirceu se transformó en blanco nacional de la ira antipetista en particular y antiizquierda en general. Estaba condenado, por los medios, desde el primer minuto de la primera sesión del juicio en la Corte Suprema brasileña. Los magistrados lo condenaron por una innovación jurídica: en lugar de ser responsabilidad de la acusación comprobar la culpa del denunciado, en el caso del mensalao le tocó a Dirceu comprobar que no tenía la culpa de algo que no ocurrió.
Curiosamente, el primer denunciante, Roberto Jefferson, tuvo su escaño suspendido por sus pares en la Cámara de Diputados precisamente por no haber logrado comprobar lo que denunció. Anestesiada y conducida a ciegas por un bombardeo inclemente y sin tregua de los medios de comunicación, la conservadora clase media brasileña aplaudió el juicio de excepción y las sentencias dictadas como si con eso se terminara la corrupción endémica que atraviesa a todos –todos, sin excepción– los gobiernos desde hace siglos.
Se pretendió –y se logró– transformar el juicio en una medida ejemplarizadora de la Justicia. Ha sido la victoria de la gran hipocresía. Dominado por magistrados cuya hipertrofia de sus respectivos egos alcanza el estado terminal, a empezar por su presidente, Joaquim Barbosa, el Supremo Tribunal Federal no se hizo tímido a la hora de imponer innovaciones. La primera de ellas fue traer a su cargo un juicio que, de respetarse la legislación y la misma Constitución, debería darse en instancias inferiores, asegurando a los denunciados el derecho de recurrir a las superiores. Algunos condenados, como Dirceu y Genoino, pudieron, es verdad, presentar recursos en el mismo Supremo Tribunal. Pero solamente para que se revisen parte de sus condenas, lo que podrá asegurarles el derecho a cumplir sus penas en régimen llamado semiabierto.
Nada de eso, en todo caso, importa: lo que importa es la imagen de Dirceu y Genoino siendo llevados presos. Para el conservadurismo brasileño, un regalo extraordinario. Basta con leer los titulares de la prensa y ver lo que se exhibió en la televisión.
Ambos fueron presos políticos en la dictadura. Ambos son los dos primeros presos políticos en la democracia recuperada.