Lurigancho, la cárcel más grande y superpoblada de Perú es un Estado con sus propias reglas: los presos tienen el control casi absoluto del penal, recaudan impuestos que ellos mismos administran y eligen democráticamente a sus delegados. El cronista peruano Daniel Alarcón siguió de cerca una campaña electoral en la que la crisis económica muros adentro y una posible reforma tributaria fueron ejes de un debate entre los internos.
Traducción: Mariana Enríquez
Para comprender un lugar como Lurigancho es mejor no caer en palabras como «prisión» o “detenido” o “celda”, o en las imágenes que estos términos pueden connotar. Los 7.400 hombres que viven en Lurigancho, la más grande y más notoria institución penal del Perú, no usan uniformes; no se pasa lista ni hay horario de encierro ni se apagan las luces a una hora determinada. Cualquiera sea el control que las autoridades tienen dentro de Lurigancho, ese control es apenas nominal. Cuidan que la puerta de entrada a la prisión esté cerrada, y poco más.
Los veinte complejos habitacionales pueden dividirse, más o menos, en dos secciones: los prisioneros más ricos viven en El Jardín, los pabellones impares. El verdor se marchitó hace tiempo, pero el nombre y su sello permanecieron. Muchos residentes cargan las llaves de sus propias celdas y son libres de deambular por el complejo según sus deseos, aunque la mayoría prefiere no abandonar la relativa calma de su territorio. El otro lado de Lurigancho es conocido como La Pampa, los pabellones pares, hogar de miles de acusados de asesinato y pequeños ladrones. La densidad de población aquí es el doble que en El Jardín, las condiciones sanitarias son precarias y la violencia es frecuente.
Lurigancho queda a pocos kilómetros del centro de Lima, la capital y la ciudad más grande del Perú, y permanece conectada a la vida de la ciudad. La Pampa está organizada por barrios, y cada edificio corresponde a un distrito diferente de la capital. Los pabellones pares constituyen un mapa imaginario del mundo criminal de Lima –uno para San Martín de Porres, otro para La Victoria, otro para San Juan de Miraflores, y así–, y cada sección sirve como comité de bienvenida, grupo de apoyo y escuela para los jóvenes delincuentes que tienen la desgracia de llegar aquí.
Entre El Jardín y La Pampa hay un alto muro de separación de ladrillo, y un estrecho pasillo conocido como El Jirón de la Unión, bautizado así en referencia al que fuera el paseo más aristocrático del centro colonial de Lima. La versión de la prisión es un mercado al aire libre donde uno puede cortarse el pelo o comprar jabón, pilas, máquinas de afeitar, remeras viejas, drogas y chupetines. Durante el día el pasillo está poblado de sin-zapatos, el ejército de drogadictos sin esperanza de Lurigancho, que no pertenece a ningún pabellón. Cada noche, entre 200 y 300 de estos hombres no tienen donde dormir.
Como hay, en promedio, cien presos por cada guardia (el promedio en Estados Unidos es de seis presos por guardia), las autoridades tienden a hacer la vista gorda cuando se trata de contrabandear drogas, alcohol, televisión por cable y celulares, el tipo de consuelos que pueden hacer tolerable la vida en prisión. Las drogas, en particular, ayudan a sobrellevar la superpoblación y mantienen a una población por lo general nerviosa en un estado condescendiente y nebuloso. Como me dijo un vendedor de drogas:
-Es la única manera de controlar a estas bestias.
Él mismo encontraba escalofriante enfrentarse a Lurigancho sin su dosis diaria. Las sobredosis son comunes, pero sólo hay 63 médicos para los 49.000 presos que tiene el sistema penitenciario del Perú, y apenas un puñado de esos profesionales están designados a Lurigancho. En la puerta se entrega comida suficiente para dos ligeros almuerzo y cena al día, pero todo lo demás –desde el mantenimiento hasta la disciplina y la recreación– es responsabilidad de los hombres encerrados. Cada pabellón tiene un jefe, una figura importante en el submundo de Lima, cuya autoridad no es cuestionada. La excepción es el Pabellón Siete de El Jardín, reservado para narcotraficantes internacionales.
El Pabellón Siete alberga a muchos hombres que, gracias a su ocupación, han viajado por el mundo, tienen múltiples pasaportes y hablan varios idiomas. El standard de vida aquí refleja el relativo bienestar económico de esta elite. Los traficantes son hombres de negocios y tienen fe en que buena parte de los problemas pueden resolverse, cuando no evitarse por completo, con dinero. La mayoría son peruanos, muchos de las regiones selváticas del este -productoras de coca- pero hay de otros lugares, también: hombres de China, Holanda, Italia, México, Nigeria, España, Turquía. Las paredes del patio muestran la diversidad de sus residentes: mapas pintados de la Unión Europea, escudos de equipos de fútbol colombianos, murales celebratorios de la vida en la selva, uno de los cuales muestra un biplano, emblema del tráfico de drogas, que flota muy alto sobre las verdes, arboladas, colinas. Hay cerca de treinta naciones representadas y los prisioneros van desde la mula fracasada que nunca pudo pasar la seguridad del aeropuerto hasta el experimentado traficante de cocaína que está sirviendo su sentencia número tres o cuatro, con frecuencia después de haber estado preso en otros varios países. Hay otros prisioneros comunes también, hombres que vienen al Pabellón Siete a trabajar. El resultado es una cultura cosmopolita única en Lurigancho, una comunidad cerrada dentro de la prisión. Como los casi 400 internos que viven allí tienen poco interés o conexiones con las jerarquías de las calles oscuras de Lima, el Pabellón Siete no tiene un solo jefe. Aquí hay democracia.
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Llegué una mañana de domingo del mes de marzo y encontré al Pabellón Siete en un ánimo particularmente festivo. La campaña anual para elegir un nuevo cuerpo de gobierno estaba en marcha. Pepe, el gregario candidato que encabezaba la Lista 2, estaba haciendo visitas puerta a puerta con su compañero Richard, el próspero dueño del restorán de pollo a las brasas del Pabellón. (Estoy usando seudónimos para proteger la privacidad y seguridad de los presos que compartieron sus historias conmigo). Sus oponentes estaban apoyando a un hombre llamado Barrios como delegado, pero la Lista 1 estaba realmente controlada por un traficante israelí llamado Avi. Cada lista tenía media docena de cargos: delegados para Comida, Disciplina, Economía, Cultura, Deportes, y Salud, con subdelegados para cada área. Muchos internos usaban remeras de campaña –blancas con una estrella azul, o rojas con una leyenda en letras amarillas que decía “Pepe y Richard: vota por el cambio”. Había posters de campaña en las paredes, algunos diseñados como la portada de un periódico, otros citando encuestas ficticias. Uno tenía el dibujo de una vieja raqueta de tenis y la frase “¡No más raquetas!”, término slang para las inspecciones policiales. Existen semejante cosa en raras ocasiones y el concepto de contrabando es tan flexible en Lurigancho que cada raqueta es vista como una ofensa al orden establecido y la marca de un mal delegado. La más reciente, en enero, conmocionó tanto a la población que se convirtió en un tema de campaña.
fuente: http://www.revistaanfibia.com/cronica/lurigancho-el-gobierno-de-los-presos/pagina-1