No muestran hábitos criminales. Sólo son mujeres que pagan por codicia. Los reclutadores las eligen por su nivel de estudios y ellas, a cambio, prometen silencio, aliado indispensable de las organizaciones trasnacionales que atraviesan por aire el océano para maximizar las ganancias del narcotráfico. Pero a veces el sistema falla y son las mulas las que quedan varadas entre rejas, a miles de kilómetros de sus hogares, lejos de sus familias, tristes y sin entender una palabra.
Florence y Cynthia son sudafricanas y forman parte de un grupo de siete mujeres que encontraron la paz en su propia historia, revolviendo el estanque donde descansan sus antepasados que, evocados en cantos ancestrales, las protegen y guían.
Florence llega temprano a la cita y espera ansiosa en el pasillo del sector de educación de la Unidad 31 de Ezeiza al resto de sus compatriotas de Mamá África, el grupo vocal que nació en cautiverio. Todas están detenidas por tráfico de drogas pero sólo Cynthia se anima a sumarse a la entrevista con Tiempo Argentino. Florence la ve llegar y le agradece. Ríen y posan para la cámara con coquetería. Antes de que el flash rompa la monotonía de la tarde, se pintan los labios con lápices que sacan de sus morrales. Después se abrazan y se sientan en el banco del patio alambrado con púas. Se muestran felices. Pero ninguna consigue disimular la tristeza que brilla en sus ojos.
DINERO, TRABAJO Y VIAJE. Florence tiene 35 años y un hijo de once que no sabe que está detenida en Argentina desde hace 14 meses, cuando cayó en el aeropuerto de Ezeiza al intentar pasar una valija con dobles fondos rellenos de cocaína. Nacida en Johannesburgo, había llegado al país una semana antes de ser enviada al centro de detención federal. «Estaba sin trabajo desde hacía ocho meses. Soy separada y a fines de 2011 hablaba con un amigo nigeriano sobre los deseos para el año nuevo. Yo quería tener trabajo y dinero», cuenta Florence, pero enseguida se detiene. Se disculpa para contener las lágrimas. Cuenta el pasado y le duele el presente. El recuerdo provoca silencios. Las maestras que hacen de intérpretes respetan sus tiempos.
«Te voy a dar un trabajo en el que vas a poder hacer dinero rápido. ¿Te gustaría viajar?», preguntó el nigeriano. «Ese es mi sueño», respondió Florence, «pero tengo vencido el pasaporte». «No importa, en dos semanas vas a tener uno nuevo», agregó con tono convincente el recluta.
El nigeriano no mentía, en tan solo dos semanas Florence recibió la documentación y se enteró de que viajaría a Australia. Pero unos días antes de subir al avión, el destino cambió. Su amigo le dijo que iría a la Argentina y le comentó acerca de la carga que traería de regreso. Combinaron la cifra del trabajo y se despidieron. Ella se ilusionó al pensar en Maradona y no pudo contener la felicidad al imaginarse caminando por las calles de Buenos Aires, comprando regalos para su hijo. Ella, que jamás había pisado otro país, soñó con trabajo y dinero. Se equivocaba.
Al subir al avión en Johannesburgo, Florence recibió el nombre de la persona que tendría que contactar al llegar al aeropuerto de Ezeiza. El viaje de 16 horas la mantuvo alerta. Cuando aterrizó en Argentina, llamó al contacto por teléfono. La llevaron a un hotel porteño. Allí permaneció una semana. Una noche, Florence se arrepintió de lo que estaba por hacer. Pensó en llamar a la embajada de su país, pero algo se lo impidió. Días más tarde, cuando todavía no había terminado de recorrer la ciudad, le entregaron una valija y la devolvieron a la terminal aérea. No había marcha atrás.
«Me dijeron que nada iba ocurrirme –recuerda–, pero me mintieron. Después de la detención, mi amigo no me devolvió los llamados.»
Florence se enteró de los cargos que enfrentaba gracias al defensor oficial, que la tranquilizó y le dijo que iría a un lugar donde su seguridad estaba garantizada. Ella, el último eslabón de la cadena, llamó a su padre por teléfono para contarle lo que había ocurrido. No se animó a decirle que sentía mucho miedo. Que lloraba y preguntaba en vano cuánto tiempo estaría detenida. Florence quería que la mataran, bordeaba la locura. Pero en la cárcel encontró a otras compatriotas, que habían sufrido la misma experiencia, y trataron de contenerla. Así nació Mamá África.
SUEÑOS DE REGRESO. A las mulas les exigen que nadie debe enterarse sobre lo que van a hacer. Las contratan para transportar cocaína y les pagan muy poco dinero. Ellas corren el riesgo, los capitalistas gozan los beneficios. A Cynthia, la morocha de pelo corto a la que le gusta usar la ropa ajustada, le resulta increíble que todavía sigan enviando chicas de su país para transportar drogas cuando los organizadores saben que son blanco fácil para los policías aeroportuarios, acostumbrados en los últimos años a detener a las personas de color que permanecen pocos días en el país. Las mulas tampoco saben que la Policía de Seguridad Aeroportuaria (PSA) maneja un protocolo para detectarlas. Para los agentes, aquellos viajeros que pagan sus pasajes en efectivo son sospechosos, más aún si lo hacen cerca de la fecha del vuelo.
Otro foco de tensión es la ruta de vuelo del avión: existen trayectorias consideradas «de riesgo». A partir del mundial de fútbol de 2010, Sudáfrica se convirtió en una de ellas.
Cynthia intentó volar «ingestada» con cápsulas de cocaína. Cuando la detectaron, previo paso por el scanner humano, fue trasladada al Hospital de Ezeiza donde los médicos le realizaron placas radiográficas: allí tuvo evacuar las dosis que planeaba transportar. Después la trasladaron al penal. Un año le llevó superar la depresión. Hoy sólo piensa en regresar junto a sus dos hijos: un niño de cinco años y una nena de once.
Antes de acabar tras las rejas, Cynthia trabajaba como recepcionista en la fábrica que la automotriz Honda tiene en Durban, la tercera ciudad más importante de Sudáfrica. Algo enojada, reconoce que también fue reclutada por un nigeriano, que endulzó sus oídos con promesas de dinero fácil. A ella, que necesitaba terminar de construir su casa, no le pareció mala idea tragarse algunas cápsulas en Buenos Aires y volver a su país para cobrar por el trabajo. Pero todo salió mal. Dentro de pocos meses regresará a su tierra: será expulsada por orden judicial y por diez años no podrá volver a pisar suelo argentino.
Cynthia y Florence coinciden en que los cantos zulúes las acercan a su tierra. Son la llave que encontraron para torcer el destino y abrir las puertas de la libertad. «De niñas compartíamos estas canciones con la familia. En Sudáfrica ya no cantaba, creía que era algo pasado de moda», explica Cynthia, que saluda con un beso y se marcha a la celda, quizás a cerrar los ojos para volver en sueños a su tierra. De la que se arrepiente de haber partido. «
un penal con muchas extranjeras
El Centro Federal de Detención de Mujeres Nuestra Señora del Rosario de San Nicolás, más conocido como Unidad 31, es una cárcel de mediana seguridad, con una capacidad de alojamiento para 256 internas.
La prisión fue inaugurada el 5 de junio de 1996 con 16 pabellones de alojamiento individual con capacidad para once internas cada uno. Sin embargo, a fines de los ’90, se construyeron más pabellones por el creciente número de «mulas» detenidas en procedimientos de droga, especialmente en el aeropuerto internacional de Ezeiza.
En la actualidad hay 163 mujeres alojadas allí. De ellas, 115 fueron detenidas por violar la Ley 23.737, que castiga la tenencia y tráfico de estupefacientes.
El ránking de nacionalidades lo lideran 27 argentinas, seguidas por 12 sudafricanas, entre las que se encuentran Florence y Cynthia.
Después aparecen once bolivianas, diez tailandesas y ocho españolas. También están presas ocho peruanas, seis paraguayas, cuatro colombianas y cuatro italianas. La lista la completan dos polacas y una neozelandesa, entre otras extranjeras detenidas.
La modelo colombiana Angie Sanclemente, condenada a seis años y ocho meses de prisión por integrar una banda narco, fue una de las reclusas famosas en pasar por ahí.