Ante cada hecho que genera indignación colectiva se ha puesto de moda aumentar las penas para resolver los conflictos sociales. Un vecino le quita la vida a un menor por hacer un disparo al aire o se difunde el rumor de que un violador podría quedar en libertad porque cumplió con una parte de la pena y la respuesta política es endurecer los castigos para estos comportamientos. Muestra de ello es que, desde 2001, el Congreso ha incrementado las penas de 24 delitos y ha creado 12 nuevos.
Estas medidas despiertan el entusiasmo de la gente, pues nadie rechaza que los crímenes graves, en especial aquellos con mucha publicidad, merezcan castigos severos. «En un país con alta dosis de impunidad, los legisladores debemos enviar el mensaje a los delincuentes de que el delito no paga», dice el senador de La U Roy Barreras. Pero, ¿estas iniciativas son eficaces para castigar a los delincuentes y prevenir la comisión de los crímenes? La respuesta de expertos como Iván González, presidente de la Comisión Asesora de la Política Criminal, es no. En su criterio, estas medidas obedecen a una «demagogia punitiva», pues el aumento de las penas genera réditos políticos para quienes las proponen, pero no responden a un estudio concienzudo de los problemas de la Justicia.
En el último año, el Congreso ha discutido varias iniciativas que responden específicamente a esta tendencia. La más publicitada fue el referendo para imponer la cadena perpetua a los violadores de menores. La reforma, cuya discusión duró casi tres años, siempre contó con un amplio respaldo ciudadano. No es para menos en un país que ha sido testigo de casos tan aberrantes como el del asesino de niños en serie Luis Alfredo Garavito. Pero al final, el proyecto no cuajó, una primera vez en la Corte Constitucional y la segunda en la Cámara. El problema de esa iniciativa era que además de que está muy cerca de la pena de muerte, en un país con altos índices de violencia y criminalidad, le rompía el espinazo al sistema penal acusatorio en el que el delincuente puede negociar la pena si aporta información. Además, el castigo reñía con el tamaño de otras condenas, por ejemplo, las impuestas a los desmovilizados que se acogieron a Justicia y Paz.
Otro ejemplo que también fracasó en el Congreso hace dos semanas fue el intento de castigar con la cárcel a los conductores borrachos. Ese proyecto creaba un nuevo delito: conducir en estado de embriaguez. Aunque el ebrio al volante es muy peligroso y debe ser sancionado, meterlo a la cárcel es impracticable debido al hacinamiento que padecen las cárceles. No obstante, del otro lado del debate se encuentran activas organizaciones de víctimas de accidentes de tránsito con el alcohol como causa principal. La lógica de estos defensores de mayores penas es así mismo contundente: sin endurecimiento en el tratamiento, la sociedad colombiana seguirá siendo tolerante con el conductor embriagado y desdeñando a quienes mueren o quedan lisiados por su irresponsabilidad.
El profesor de Derecho de la Universidad de los Andes César Rodríguez Garavito calificó de poco creativos a los legisladores. «Si el objetivo es disuadir, suspender el pase del borracho o ponerle una multa alta podría ser más efectivo que llevarlo a una cárcel», dijo.
Sin embargo, hay otros proyectos que merecen una consideración distinta. Por ejemplo, el que busca castigar con prisión de entre seis y 20 años a quienes usan ácido para atacar a otras personas. El país ha visto con horror las imágenes de mujeres con el rostro desfigurado por el efecto del químico. Algunas han dicho que es como estar muertas en vida. «En ese caso sí hay un delito que no está tipificado, es un crimen atroz», dijo la representante del Partido Verde Ángela Robledo, quien ha sido crítica de los aumentos de las penas en otros casos.
La falta de una política criminal ordenada envía un mensaje errático sobre el criterio de proporcionalidad de los castigos. En el Código Penal, por mencionar un caso, el tráfico de menores tiene hasta 60 años de cárcel (que pueden aumentar a 90) mientras que la pena máxima para el homicidio no llega a los 50 años.
Pero si se trata de disuadir al delincuente, el problema de fondo no es cuánta cárcel debe pagar, sino cómo hacer para que la Justicia sea efectiva. Es mejor un castigo más corto, ciento por ciento efectivo, que una condena de varias décadas con pocas probabilidades de que se cumpla.
Fuente: http://www.semana.com/nacion/mano-dura-contra-delincuentes-pena-esta-pena/178150-3.aspx