Martha Olguín tiene el pelo húmedo y la mirada honda. Cuenta que recién llegó de trabajar y entre disculpas se apura para despedir a la más pequeña de sus hijas, que se marcha con un bolso sobre los hombros. La mujer invita a pasar, se sienta y apoya las manos sobre la mesa del living del departamento de tres ambientes de Ciudadela Norte. Fuma nerviosa y le alcanza el paquete de cigarrillos a su madre, que lleva los años amontonados debajo de los ojos. Desde noviembre de 1996, Martha no es feliz. Entre lágrimas confiesa que se atraganta por la culpa del destino de su hijo Lucas, actualmente detenido en la cárcel de Devoto.
A los 16 años, el muchacho fue condenado a prisión perpetua por el Tribunal Oral de Menores Nº 1. Lo acusaron de ser coautor de los crímenes de Ricardo Luis Gazzia y Fernando Nahuel Silva, ocurridos en Capital Federal, entre octubre y noviembre de 1996. A Silva, que era policía, le dispararon doce veces. «Ahora te mato, hijo de puta», le gritaron antes de fusilarlo para robarle el Fiat Duna. El grupo que integraba Lucas paraba en el Nudo 6 del Barrio Ejército de Los Andes, más conocido como Fuerte Apache. Ese fue el tiempo en el que comenzaron a surgir las primeras bandas de adolescentes con métodos violentos para concretar robos al voleo; los hechos no contaban con la planificación previa sobre las víctimas, lo que acrecentaba las chances de los finales trágicos. Además de los dos homicidios, a los chicos les imputaron al menos una decena de robos. El juicio que los condenó duró un mes y medio, y contó con el testimonio de 135 testigos. Pero el martes pasado, la Sala II de la Cámara Federal de Casación Penal resolvió que el Estado Argentino había violado la Convención sobre los Derechos del Niño al imponer penas de prisión y reclusión perpetuas, a quienes al momento de los hechos eran menores de edad y declaró la inconstitucionalidad de la medida (ver recuadro). Martha recibió con cierto alivió la noticia, pero sabe que nada podrá enmendar el pasado y las heridas.
«Esta pesadilla –dice la mujer, que se entretiene pellizcándose los dedos de la mano para matizar los nervios– comenzó en el barrio. Lucas siempre fue un chico muy contenido pero por la crisis familiar que atravesamos tuve que salir a trabajar y abandoné un poco la crianza de mis hijos. El contexto no era el adecuado. El ambiente que había en el barrio en esa época era muy complicado.»
La familia llegó a Fuerte Apache cuando Lucas tenía cinco años. Abandonaron la villa de Los Paraguayos en Isidro Casanova para instalarse en el departamento del sexto piso del Nudo 6, en uno de los núcleos habitacionales más complicado del Conurbano Bonaerense. Pero los cimientos del matrimonio de Ibrahino Mendoza y Martha sucumbieron ante las frecuentes borracheras del hombre, que muy pronto comenzó a golpear a su mujer delante de sus cuatro hijos. Cada vez que el hombre maltrataba a su esposa, los chicos se acurrucaban con la espalda pegada a la pared y se abrazaban en silencio, asustados, eclipsados por el pánico.
«Nos faltaron muchas cosas. Mi marido no fue un buen padre. No teníamos para comer. Todo esto nació del maltrato», reconoce Martha, que logró separarse de su marido cuando sus hijos lo echaron de la casa, luego de una brutal golpiza.
Cuando los jueces condenaron a Lucas a prisión perpetua, Martha sólo pudo a abrazar a Elba, su madre, y llorar. No entendía el final de su hijo, que antes de terminar la secundaria ya cargaba dos muertes sobre las espaldas. «No lo podíamos soportar, era un dolor tan grande. Estábamos solas –se entristece al recordar– mientras los familiares de las víctimas festejaban a nuestro alrededor. Los entendí porque sucedieron hechos muy graves. Pero la crueldad del fallo me superó. Eran niños pero tenían que pagar 25 años.»
Martha estuvo de acuerdo en que su hijo fuera condenado. Pero lo que no entendía era que tuviera que pasar tantos años tras las rejas. Sin embargo, lo peor llegó con las visitas familiares durante los primeros meses de encierro: allí comprendió que los institutos de menores no eran las escuelas donde los jóvenes aprendían inglés y computación sino que eran «cárceles de chicos».
«Creí que lo encerraban para que pagara por sus errores y que iban a enseñarle cosas para que fuera mejor persona. Pero –añade– me equivoqué: lo encerraron para que se destruya, para que no sirviera para nada.»
El primer disgusto que tuvo Martha ocurrió cuando Lucas estaba alojado en el Instituto Agote. Un pelotazo le desprendió la retina del ojo izquierdo y lo cegó para el resto de su vida. Allí también se contagió de toxoplasmosis, que provocó la pérdida parcial de la visión del otro ojo. A meses de ser condenado, la familia comenzaba a sentir las consecuencias del sistema penal.
PRESENTE. A los 31 años, Lucas salió de prisión y se instaló en la casa de su familia en el barrio bonaerense de Moreno. Martha estaba contenta por recuperarlo pero rápidamente comprendió que su hijo era alguien desconocido. «Me lo devolvieron ciego, con mucho dolor en su interior. No sabe –explica– para que existen las cosas, no sabe abrir y cerrar las puertas. Lo único que saber hacer es agachar la cabeza, poner las manos detrás y decir que sí.»
Para ella, Lucas se sentía más preso en su casa que en la cárcel. Después de tantos años, su mente se había acostumbrado a vivir tras las rejas y no podía enderezar el rumbo en libertad.
«Desde que cayó detenido de adolescente lo fuimos a visitar a todos lados, jamás lo abandonamos. Pero lo veíamos dos horas por semana», repite la madre de Lucas que admite que es muy triste convivir tantos años con alguien que está detenido. «Es como que no está vivo ni muerto. Entregué a mi hijo –se enoja– pero me lo mataron y me devolvieron otro chico. El sistema lo mató. Esta vivo, pero no es el mismo.»
Hace un mes que Lucas, que tiene 32 años, un hijo de cinco y otro en camino, está nuevamente detenido. Cayó por un presunto robo en San Telmo, aunque él lo niega.
Su madre está enojada y aún no fue a visitarlo al penal. Se siente defraudada, pero sabe que el presente no es otra cosa que la consecuencia de la vida que el muchacho enfrentó durante los últimos 16 años. «Lloré lágrimas de sangre para que me lo devolvieran, pero creo que le hice un mal porque no estaba preparado para vivir en sociedad. Tiene que entender que la libertad es sacrificio. Hay que enseñarle a trabajar porque no entiende el valor de las cosas.»
Después de haber pasado tantos años privado de la libertad, la población carcelaria parece haberse transformado en la familia de Lucas. Por su parte, Martha ni siquiera averiguó los detalles de la detención de su hijo. «No quiero más eso. Quizás más adelante vaya a verlo, pero ahora no quiero enterarme más de nada. Me involucré mucho. Tenía que ir a Costa Rica, a la Comisión de los DD HH, pero estoy dando mi testimonio por escrito porque no quiero ir.»
–¿Qué le aportó su experiencia como madre de un menor que cometió crímenes tan graves?
–Aprendí que el Servicio Penitenciario Federal no resocializa a nadie. Yo le llevé comida a mi hijo durante 17 años porque si no se moría de hambre. El sistema falló con mi hijo. Cuando se lo llevaron preso no se drogaba, ahora no sé qué decirte.
–Por duro que suene, ¿siente que perdió a su hijo?
–Sí, lo perdí. Cuando salió de la cárcel ya no era él. Es muy triste decirlo pero es así. Perdió su juventud, no sabe lo que es sentarse en una plaza a charlar con alguien. No conoce lo que es la libertad. No sabe comer ni hablar. Es un ser con miedo. «
«No teníamos conciencia»
Después de ser condenado a prisión perpetua, Lucas Mendoza esperó la mayoría de edad en institutos de menores porteños. El joven perdió la adolescencia entre el centro de detención Luis Agote y el Belgrano. Luego fue trasladado a los penales de Marcos Paz, Ezeiza, Neuquén y Caseros. Recuperó la libertad en 2010 pero volvió a caer en 2011. Hoy está en el Pabellón 5 del Modulo 2 de la cárcel de Devoto, donde se alojan los estudiantes universitarios. Él estudia Derecho.
–¿Cómo tomó la resolución sobre su condena?
–Cuando me enteré –contó vía telefónica– me puse a llorar de alegría. No lo podía creer porque en estos años pasé mucho sufrimiento. Todavía no encuentro las palabras justas para describir lo que se siente. Pero sé que es una batalla que le ganamos al sistema que nos condenó.
–¿La pena que recibió siendo tan joven sirvió para algo?
–Nosotros no teníamos conciencia sobre el mal que les ocasionamos a las víctimas y a sus familiares. Ellos sí sabían lo que hacían cuando nos condenaron.
Una resolución clave
El 21 de agosto, tal como publicó Tiempo Argentino en su edición del miércoles, la Sala II de la Cámara Federal de Casación Penal, que integran los jueces Ángela Ester Ledesma, Alejandro W. Slokar y Ana María Figueroa, resolvió hacer lugar a tres recursos de revisión pedidos por la Defensa Pública Oficial en favor de César Alberto Mendoza, Claudio David Núñez y Lucas Matías Mendoza, basado en el informe de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, que concluyó que el Estado Argentino había violado el derecho al recurso y la Convención sobre los Derechos del Niño al imponer penas de prisión y reclusión perpetuas a quienes eran menores de edad en el momento de cometer los hechos, entre otras violaciones a derechos de orden fundamental.
El Máximo Tribunal penal del país consideró que la vía de revisión resultaba admisible –si bien el supuesto alegado no se encontraba expresamente admitido por la ley– al entender que es deber de los jueces aplicar la doctrina de los órganos supranacionales que tiene a su cargo la interpretación de las normas de la CADH, con el fin de evitar que el Estado Argentino incurra en responsabilidad internacional. En cuanto al fondo de la cuestión planteada, se declaró la inconstitucionalidad del artículo 80 inciso 7° del Código Penal en orden a la pena de prisión perpetua prevista con relación a niños, niñas y adolescentes por lesionar la Convención sobre los Derechos del Niño y el principio de culpabilidad. También se hizo lugar a los recursos de inconstitucionalidad planteados por las defensas respecto de dichas penas, se anularon las sentencias recurridas y se ordenó remitir la causa al Tribunal Oral de Menores Nº 1 para que fije una nueva sanción de acuerdo a los parámetros expuestos en la sentencia y en el informe de la CIDH.
Por su parte, la doctora Ledesma, que lideró la votación a la que adhirieron sus colegas Slokar y Figueroa, puntualizó que “el presente caso ha puesto de manifiesto la falta de adecuación de las normas del Código Procesal Penal de la Nación y de las leyes del derecho penal juvenil respecto de los principios de la Constitución Nacional y de los que rigen en el derecho internacional (que han sido mencionados a lo largo de esta sentencia). Esta circunstancia –que en el caso concreto se ha cristalizado en efectos irreparables para las víctimas– impone la necesidad de una reforma integral del sistema que permita el adecuado cumplimiento de los derechos de orden superior que han sido lesionados para evitar que se produzcan situaciones análogas en el futuro.”
El 17 de junio de 2011, la Comisión había sometido el caso ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos, que todavía no se expidió.