Acaso los episodios más traumáticos de la vida de los pueblos sean aquellos que, una vez recreados, brinden mejor perspectiva sobre la violencia y la brutalidad transcurrida. En ese sentido, es la memoria barbárica la que gravita sobre los acontecimientos marcados por la tragedia humanamente producida.
Homi K. Bhabha se pregunta no sin ironía: ¿qué historia contar cuando descubrimos que la civilización y la barbarie muy a menudo están ligadas por una única cloaca abierta por donde corren culpa, sangre y lágrimas?
Estas reflexiones anticipan la conmemoración, durante el próximo año 2014, del inicio de uno de los episodios más sangrientos de la historia moderna: la Primera Guerra Mundial. Suceso que, según el historiador británico Eric Hobsbawm, inauguró la era de las matanzas.
Basta recordar, como muestra de su carácter letal, que entre febrero y julio de 1916 los alemanes intentaron sin éxito romper la línea defensiva de Verdún, en una batalla en la que se enfrentaron dos millones de soldados y en la que hubo un millón de bajas. Y que la Primera Guerra Mundial arrojó 10 millones de muertos y otros 54 la Segunda.
A partir de entonces, sostuvo Hobsbawm, la humanidad aprendió a vivir en un mundo en el que la matanza, la tortura y el exilio masivo adquirieron la condición de experiencias cotidianas que no sorprenden a nadie.
La memoria barbárica encuentra forma en la cultura de nuestros días a partir de los numerosos hijos y nietos de sobrevivientes de Auschwitz y Birkenau, que han decidido marcar en sus propios cuerpos el recuerdo de aquellos días siniestros. Lo hacen en Israel al tatuar en sus brazos los números con que sus abuelos fueron señalados en esos campos de concentración y exterminio.
Los tatuajes fueron introducidos en Auschwitz en el otoño de 1941 y en el adyacente Birkenau en marzo siguiente. Fueron los únicos campos que emplearon esa práctica, en donde miles de personas fueron marcadas en el pecho y más generalmente en el antebrazo izquierdo.
Allí sólo se tatuaba a los que se consideraba en condiciones de trabajar, por lo que, pese a la degradación que trajo aparejada, hubo quienes llevaron esos números con orgullo. En particular los más bajos, puesto que indicaban haber sobrevivido a varios inviernos brutales.
Según Jodi Rudoren, periodista de «The New York Times», los jóvenes descendientes de las víctimas de la Shoá protagonizan ritos de iniciación a partir de los cuales se reapropian del símbolo más profundo de la deshumanización que experimentaron sus ancestros.
En el caso del terrorismo estatal argentino se expresa en una suerte de ¿territorialización? de la memoria. Aquélla se produce a través de la construcción de memoriales, museos y monumentos en los espacios físicos en los que ocurrió algo clave de la historia de un colectivo. Es lo que ha acontecido, por ejemplo, en el predio donde funcionó la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA).
Sin embargo, en paradójico antagonismo con las posibilidades de la memoria, Raoul Vaneigem sostiene que existe un uso saludable del olvido respecto a los provocadores de inhumanidad. Un olvido que no borra el recuerdo y no censura la memoria, sino que procede de una suerte de repugnancia espontánea.
En función de ello propone que una vez denunciados por su inhumanidad, los autores de las barbaries atestiguadas en el pasado sean envueltos en las mortajas de sus felonías. Y que el recuerdo del crimen erradique finalmente el recuerdo del criminal.
En todo caso, que la memoria oscile sobre los acontecimientos del horror concita una urgencia moral indispensable para volver los ojos ante los aspectos más sórdidos del ser humano y sus sociedades.
Una modalidad tal del ejercicio de recordar parece oportuna por estos días. Sobre todo, debido a que luego del 11 de septiembre del 2001 el internacionalismo parece haber cedido espacio al unilateralismo y, simultáneamente, el cosmopolitismo se ve amenazado por los ejercicios del poder de policía de un nuevo imperio global.
(*) Juez Penal
http://www.rionegro.com.ar/diario/memoria-barbarica-1258926-9539-nota.aspx