Por Fernando Gauna Alsina
«…no son presidentes, ni ministros, ni han sido votados en ninguna elección, pero deciden…
reivindican el privilegio de la irresponsabilidad: somos neutrales -dicen…»
(Frase sacada de contexto del Libro de los Abrazos de Eduardo Galeano)
No hace mucho tiempo tomé contacto con un caso que me hizo replantear -y aún lo sigue haciendo- qué hacía dentro de la estructura estatal que dice administrar justicia.
Nina había sido criada por sus tíos; quienes se habían hecho cargo de ella hacía más de veinte años. Sus padres biológicos se la habían entregado de muy pequeña. Recién nacida. Y no está claro por qué. Tal vez por miedo. No estaban preparados. Tal vez por desinterés. No lo sé. Pero no es éste el punto que merece protagonismo en este relato.
Aún en la más extrema pobreza la criaron como una hija más. Lo que no es poco, y dice mucho, en un grupo familiar integrado por cuatro hermanos que vivía en el conurbano profundo. Donde las privaciones son muchas y las facilidades son pocas.
Le dieron el mismo cariño, cuidado y educación que a sus hijos. Aunque tal vez eso no sea del todo cierto. Hasta le dieron más. La acompañaba un grave cuadro de salud y un obstáculo sumamente difícil de superar, pues no había sido inscripta en el Registro Civil. Para el Estado no tenía identidad. No era nadie. Para sus tíos, todo.
Al poco tiempo, una urgencia los obligó a correr a un hospital. Y la desesperación, a hacer algo que –aún no lo sabían- marcaría para siempre sus vidas. Acreditaron su identidad con el documento de Emilia. Una de sus hijas. La más chica. Nacida varios meses después de Nina.
Años más tarde, me diría una joven y perspicaz funcionaria judicial: «¡Mirá! La hipótesis de la defensa no cierra. Emilia nació mucho tiempo después. Es imposible que hayan acreditado la identidad de Nina con su documento».
La conclusión era del todo razonable. Mas el punto de partida era el examen lógico-racional que reflejaba la línea de tiempo que esta joven y elegante funcionaria había trazado en la pizarra de su cómodo y cálido despacho. Faltaban muchas variables. Inimaginables para el operador jurídico tipo. Aquél que estudia y memoriza minuciosamente el expediente. Papel tras papel. Que encuentra contradicciones irreconciliables en cualquier descargo. En cualquier testimonio.
Quizás el médico de guardia no reparó en las discrepancias. Quizás no le importó. Quizás prefirió privilegiar la atención de la niña, antes que detenerse en una irregularidad tan minúscula al lado de aquéllas que abundan en los espacios más relegados de la provincia.
Ahora. El quid de este asunto es que desde ese entonces el DNI de Emilia constituyó la alternativa que permitió sobrellevar los avatares de la vida diaria de Nina cuando el Estado exigió –una y otra vez- acreditar su identidad. Hasta les habría permitido realizar sus estudios en la misma Escuela primaria. Sólo que una por la mañana y la otra por la tarde. Bajo el mismo nombre, claro. El de Emilia.
Con todo, luego de que Nina alcanzó una edad suficiente le explicaron quién era. A sus siete años ya conocía su pasado. Así me lo dijo cuando debí recibirle declaración testimonial. Es decir, cuando tuve que transcribir sus dichos en un acta, sin ningún funcionario judicial cerca. Bah, en verdad, sí había uno.
Iniciada la audiencia se había sumado el Fiscal. Silencioso, pero con una mirada calculadora, había escuchado con suma atención –o al menos así lo creí yo- el relato de Nina. Y sobre el final, cuando habíamos oído su historia y el acta estaba cerrada, preguntó:“Perdóname, ¿De qué trabajas?”. Soy empleada doméstica, contestó Nina. Se quedó pensando, y luego de detenerse en su cabello oscuro, la miró directo a los ojos, y le dijo:
“¡Nunca le robes a tu patrón! ¡Si necesitas plata pedí, pero nunca le robes!”
Seguramente por eso, cual acto reflejo, prefiero recordar que estuve sólo, que no había ningún funcionario –serio- cerca. Vuelvo al relato.
A sus doce o trece años conoció a su papá. Y lo perdonó. Volvieron a estrechar lazos, pero nunca abandonó la casa donde había crecido. La sangre tira, pero el amor y el cariño que le habían dado sus padres del corazón –sus tíos- aún más. Toda marchaba bien. Aunque estaba pendiente solucionar su situación documental y la de su prima. Pero qué más da. Eran felices. Y más lo fueron cuando se casó y tuvo dos hijos. Y aquí me detengo.
Se preguntaran a esta altura cómo lo hizo. Pues del mismo modo en que lo había hecho hacía más de dieciséis años. Con la única pieza que siempre le había permitido sobrellevar los actos de su vida civil. El DNI de su prima. Y valga aclararlo. Su rostro, la fotografía que obraba en el documento, no constituyó un escollo. Porque no lo mencioné antes, pero a sus ocho o nueve años, sus tíos, aprovechando una campaña escolar del Ministerio del Interior, habían hecho renovar el DNI de Emilia con su fotografía.
De manera que el documento, aquél que reflejaba el nombre y apellido de Emilia, pero que siempre había usado Nina para atender su cuadro de salud, y que a determinada edad exigió una fotografía que refleje identidad entre el titular de la matrícula y su tenedor, ya llevaba su rostro. De tal modo, a sus dieciséis, un mes antes de casarse, volvió a presentarse en el Registro y obtuvo el ejemplar que a esta altura de su vida exigió el Estado. Al mes siguiente se casó y, tiempo después, inscribió a sus hijos.
Lo que sucedió luego es el comienzo de una profusa investigación judicial.
Nina no usufructuaba su verdadera identidad, mientras que Emilia había perdido –en la práctica- su documento. Entonces, ya más grandes, concurrieron al Registro en busca de una solución. Las derivaron a la Comisaría del barrio y de ahí al Juzgado Federal más cercano.
Ahora. Debo destacar que no estaba del todo claro si Emilia verdaderamente sabía lo que había ocurrido con su documento. Pero sí, pues en todo momento lo había dicho, que no quería denunciar a sus padres. Los amaba. Y sabía muy bien, que si algo había sucedido, había sido producto del amor y la mejor decisión que habían encontrado para preservar la integridad y la salud de todo su grupo familiar.
Pero esas variables escapan al análisis del operador jurídico tipo. Aquél del que hablé antes. Aquél que con gala y mucha erudición se jacta de conocer la dogmática en casos como éste. En los “sencillos”, en los que no perjudican más que a las personas de carne y hueso que se hallan detrás una carátula, y que rara vez tienen visibilidad suficiente para sobresalir. Porque ahí es distinto. Cuando el supuesto trasciende del hermetismo de su despacho, se traga su orgullo, y saca una resolución de lo más “progre”. No le gusta que lo critiquen. Que le pregunten por qué. Pero ésa es otra historia.
Como no podía ser de otro modo, la justicia federal promovió una causa penal en contra de los padres de Emilia por supresión de identidad y falsedad ideológica de documento público. Y los indagó. Ni en esta ocasión el juez federal se tomó unos minutos para conocerlos. Para escuchar personalmente su historia. Para si quiera permitirles que observen a la persona que de ahi en más habría de decidir sobre sus vidas.
Aunque tampoco cabe hacer mucho espamento. Porque desde ese entonces no decidió nada. No se pronunció sobre su situación procesal, cuando el código impone diez días para hacerlo, mientras que Nina sigue sin identidad y Emilia sin documentos.
Pasaron cuatro años. Qué se yo… por lo menos no están presos.