El 20 de octubre de 2011, un mes después, ya era parte del ‘diario libre de Panamá’. Me gustaba pensar que por esos pasillos alguna vez habían caminado los seres que, sin importar el gobierno y la opresión, se enfrentaron al poder con la insignia de la libertad de expresión. Me inspiraba creer que ahora me tocaba a mí hacer el trabajo de iluminar las tragedias cotidianas —e invisibilizadas— de los panameños: contar historias que ayuden a que las cosas que le hacen mal al país y su gente dejen de suceder. Y ahora lo haría en el diario de la libertad —qué afortunada soy, pensaba mientras metaforizaba mi camino periodístico por Panamá, al mejor estilo Cándido—. Pero así como al protagonista de la novela de Voltaire se le va develando que el castillo de thunder-then-tochk no está ni cerca de ser el mejor de los mundos posibles, fui encontrándome con una realidad diferente a la idea de libertad y creación.
A cinco días de mi llegada, sabía que escribiría sobre la Marcha de las Putas. ¡Por fin! Es algo que manejo porque he trabajado femicidio y violencia contra las mujeres en textos para La Estrella y Reporteros de Colombia. Desde la mañana lo planteé para ver si lograba un espacio, si se podía utilizar la excusa de la marcha para analizar la situación, desde el punto de vista de políticas públicas. Al medio día me informaron que no. No había espacio. No parecía tan relevante en la coyuntura del momento. Tres párrafos, consideraron, eran suficientes para la cobertura de un reclamo internacional que tenía su eco en Panamá: contar el hecho, contundente y tajante.
Lo cierto es que llegué a la marcha, empecé mi labor de observación y en un momento inteligible, mientras veía y oía a esas mujeres fuertes, mis hermanas de la vida, mis amigas compañeras, gritando, saltando, exigiendo sus derechos de forma unánime, me emocioné. Estaba allí como periodista, pero también como mujer. O ¿para ser periodista debo dejar de ser mujer? La asistencia masiva, la energía en la lucha sonora y la exigencia de no más violencias me conmovió: he vivido las violencias de múltiples maneras en repetidas ocasiones. Marché, canté al ritmo de ‘Respect’ de Aretha Franklin y de La Mala Rodríguez con su nanai ‘mírame a los ojos si me quieres matar, nananai’. Y cuando llegamos a la Asamblea pedí la sala de prensa y envié el texto.
Al día siguiente la editora me contó, a manera de ejemplo, la historia de un muchacho ambientalista que sólo quería cubrir temas de medio ambiente, por eso lo mandaron a política, donde no dio pie con bola y lo tuvieron que sacar, ‘con todo el dolor del alma’. A medida que hablaba entendí lo que me quería decir, era su manera de darme consejo: que en el periódico no se puede hacer activismo. ¡Alguien había comentado por ahí que me habían visto cantando en la marcha! Sin saber bien por qué, ofrecí disculpas y me comprometí a no volver a dejarme llevar por la emoción en horas de cubrimiento. No iba a hacer lo mismo con mi vida privada y cotidiana, el periódico no tiene jurisdicción en ella. Suponía que formaba parte del aprendizaje de las reglas de un lugar nuevo.
Mientras el país celebraba a sus muertos y se engalanaba para las fiestas patrias, el 2 de noviembre, la directiva me citó a reunión.
-Ahora somos el único diario que hace oposición. El gobierno tiene los ojos puestos en nosotros y no podemos correr riesgos contigo-, dijo.
-Uf- contesté-, qué tengo que decir a favor cuando ya el veredicto se dio. Esto no es una reunión, es un despido.
-Sí -aceptó la directora.
-Si ni siquiera has escuchado mis argumentos -respondí-. ¡Cómo me vas a despedir si no llevo ni dos semanas y cuando me trajiste me dijiste que había total libertad de expresión y que te gustaba mi trabajo y que querías que hiciera investigaciones!
Las palabras fueron y vinieron. Yo trataba de argumentar que apenas llevaba doce días. Que ellos me hicieron dejar un trabajo porque me prometían una posición mejor, en ‘el diario libre de Panamá’. La verdad, no podía creer que me estuvieran echando por ejercer mi derecho a la libertad de expresión. La directora argumentaba que esa falta no se podía pasar por alto, que ya habían despedido a otra gente por eso ‘con lágrimas en los ojos’ porque llevaban mucho más tiempo que yo. Que no. Que no había vuelta atrás, que no era posible que después de proponerme el mejor de los trabajos posibles en el diario libre de Panamá hicieran una amonestación al error y volvieran al ensayo que conduciría a la nueva experiencia. En La Prensa, lo dice su directora, un periodista comete un error cuando se involucra con una historia. Como si eso no fuera, pues, el compromiso con la profesión. ¿Cómo hacer un texto vibrante y emocionar al lector, si al periodista no se le permite sentir nada?
Mientras era despedida recordé el seguimiento de la noticia de las muertes maternas y perinatales en Changuinola, cuando estuve cuatro días metida con la familia de Johana Vargas, una joven que perdió la vida mientras intentaba traer una al mundo, en el parto, por falta de insumos en el hospital; una de las víctimas de la negligencia de la CSS. Estuve en el entierro, y hasta lloré. Lloré por el dolor de esa familia, por el dolor de la impunidad. Me hubieran podido echar de La Estrella también. Afortunadamente nadie me filmó, pensé.
Por eso hoy, Día del Periodista, cuando por primera vez escribo en primera persona, sigo pensando en el ‘riesgo’ que yo era para La Prensa según su directora: ¿Riesgo de qué, para quién? La Prensa repite hacia adentro del diario lo mismo que le critica a los gobernantes que abusan de su poder.
Doce días después de entrar al mejor de los periódicos posibles de Panamá, el diario libre del país, me sumo a otras voces calladas al interior del diario que pide públicamente que no los callen. Hombres y mujeres a los que no se les dignificó su profesión, porque la libertad de expresión solo es hacia afuera, un derecho de la empresa pero no de sus periodistas.
***
Supe que se refería al beso que nos habíamos dado. Inocente, apenas un piquito, no el beso más apasionado que me he dado en público, pero esta vez es con una mujer.
Las siguientes cuatro horas fueron de abusos y vejaciones.
Pregunté, lo más calmadamente, a pesar del miedo, qué pasaba, si estábamos cometiendo algún delito, en qué falta habíamos incurrido y en tono golpeado respondían, una y otra vez ‘ustedes saben’, ‘eso no se puede hacer’. Nos pidieron las cédulas dos veces. Después de un rato de ver que manteníamos la calma: no lloramos, gritamos, rogamos u ofrecimos nada, vinieron las amenazas de mandarnos a la subestación de El Chorrillo.
-¿Nos están deteniendo? ¿Bajo qué cargos? -pregunté.
-¡Tú eres una lisa! ¡No me vas a decir a mí cómo hacer mi trabajo! -contestó.
-Nos sentimos amenazadas -expliqué.
-¡Ahora sí te vas a sentir amenazada!
Aparecieron dos uniformados más en un carro 4×4 plateado con vidrios ahumados, sin marcas oficiales. Les dije que no nos íbamos a subir allí con dos hombres. Hice algunas llamadas, ellos quisieron catearnos, les dije que no nos tocarían, por radio pidieron a dos ‘femeninas’. Unos minutos más tarde llegaron alrededor de seis agentes (hombres) más y las dos ‘femeninas’, estas nos requisaron. Llegó un panel blanco, vidrios completamente negros. Nos obligaron a subir, con la supuesta protección de que subirían también las dos agentes mujeres. En el camino gritos, amenazas, intimidación. Al llegar a El Chorrillo, nos encerraron en una oficina con las ya citadas agentes que volvieron a requisarnos, en privado, con una energía distinta, pidieron subir mi vestido, manosearon mis genitales, toquetearon a mi compañera y le hicieron bajarse el pantalón.
A mi novia la encerraron en una pequeña celda, oscura, hedionda a orines, que contenía ya a otras seis mujeres. A mí, que llevaba un vestido corto y algo escotado, me dejaron afuera de la celda. Después de un rato de estar allí, sin comunicarnos motivos, sin arrestarnos, sin leernos derechos, sin darnos llamada –yo pude llamar cuando me devolvieron mí celular—, nos llevaron al Juzgado Nocturno de Calidonia, donde nos encerraron en una celda hasta que llegó la jueza. Siguió el surrealismo retorcido, una vez más pregunté cuál era el delito, la jueza tampoco pudo dar una respuesta, nos dio un regaño moral, nos habló de su opinión personal y otros temas irrelevantes al desempeño de sus funciones como administradora de justicia. Para terminar nos ‘dejó ir’ con ‘sólo’ una amonestación verbal, pero amenazó que si volvíamos allí por la misma causa nos pondría una sanción de verdad.
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-Qué linda reinita mi amor -fue una de las frases que soltaba como letanía, una de las pocas que la sorpresa nos dejó escuchar.
-¡Vamos, circula! -grité-. ¡Apreta el acelerador, vamos!
-A ti te circularé -contestó.
Caminé más rápido y el policía vociferó más duro aún todas las cosas que me haría. Más enojada que sorprendida, paré, tomé mi celular y le advertí que sacaría una foto a la chapa para presentar una denuncia. Él frenó en seco, asomó la cabeza por la ventanilla, me miró y dijo: ‘Vamos, adelante’. Esperó y preguntó: ‘¿Pudiste tomar una buena?’. La sangre se concentró toda junta en mi cabeza, algo que debe haber notado mi amiga que antes de que atine a reaccionar me tomó del brazo y advirtió: ‘Camina que si te haces la reivindicadora te llevan y te hacen lo que quieren’. Y caminé.
No entendía nada. Los piropos, cuando son con humor y algo de inventiva, son bienvenidos. Pero estos, por el tenor de lo dicho y por la persona que lo dice, irritan, atemorizan y ofenden. No es difícil en este caso establecer el límite entre elogio y agresión.
No sabía qué hacer. Primero pensé en ir a denunciarlos a la sede policial. Me imaginé la escena: entro y digo ‘Buenos días señor policía, vengo a denunciar que un compañero suyo me acechó con palabras soeces’. Y, enseguida, presentí la respuesta: ‘¿Qué le pasa, Reina, no cree usted que es bonita como para que se lo digan?’.
Entonces creí que podía avisar a la campaña contra los piropos agresivos que lleva adelante la organización internacional Hollaback! O ir directamente ir y rallarle la camioneta. O escribir grafitis. O iniciar una campaña aquí. Finalmente opté por escribir esta columna.
Cuando abrí la puerta de la heladería, la camioneta siguió su trayecto y la perdí de vista. Una señorita muy amable me sirvió el más grande de todos, de chocolate y frutilla, con caramelo y almendras. Mientras veía cómo maniobraba la cuchara para dejar una bocha rosada perfecta sobre el cono, pensaba en la 4×4 y esos dos hombres que trabajan en una fuerza que tiene como insignia ‘Dios y Patria’.
No me importa lo que piense el policía o la fantasía que construye en su cabeza cuando ve pasar a alguna de nosotras con ropa deportiva. Sí que nunca más ninguno se atreva a soltar públicamente algo semejante. Que no se atreva porque entendió que no se debe o, simplemente, porque su trabajo es otro y eso tendría consecuencias.
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Pero, ¿qué mensaje pretende y por qué se originó la controversial Marcha de las Putas? En Toronto, en el Auditorio Osgoode de la Escuela de Leyes, el oficial Michael Sanguinetti y un compañero suyo, de la División 31 de la Policía Canadiense, dieron una conferencia sobre seguridad. En un momento de su exposición, Sanguinetti dijo: ‘Las mujeres tendrían que evitar vestirse como putas si no quieren ser violadas’. El efecto fue catastrófico. Ese día nació un movimiento que inició en Canadá y se ha replicado en infinidad de países del mundo entero. En la Marcha las consignas fueron claras al propósito que se quería cumplir: ‘Ni una muerta más’, ‘Queremos vivir sin miedo’, ‘Respeta mi cuerpo’, ‘Queremos justicia’. A esa marcha se agregaron todos los ciudadanos y ciudadanas que entendieron el mensaje de protesta. Allí estuvieron un antes defensor del Pueblo; una exministra del Minjunfa, funcionarios públicos, obreros, sindicalistas, miembros de las Comisiones de Mujeres de partidos políticos. A medida que la marcha avanzaba, la gente en las aceras coreaba y aplaudía. Pero algunos medios solo se mofaron sin entender.
Nos preguntamos: ¿cuántos Sanguinetti habrán en nuestra sociedad patriarcal, conformada por una parte de la humanidad que concebimos un día las mujeres y que con dolor parimos? Son los hijos de nuestro vientre quienes se creen con el derecho a tocar a su antojo el cuerpo de una mujer y mancillarlo; los que cometen los crímenes atroces contra niñas, jóvenes y hasta ancianas. Son ellos quienes nos matan en nombre del amor, los que nos dirigen todo tipo de piropos ofensivos, como muestra de un desabrido comportamiento de ‘machos’. Ellos los que a cada disgusto con sus cogéneres sacan la inocente madre del otro como la mejor ofensa, como si ellos no tuvieran una para hacerla respetar, y permiten que se las denigren en nombre de una costumbre patriarcal como respuesta ante cualquier ofensa. ¡Sacarse la madre! Con qué orgullo y rapidez se dice y ahora hasta por Twitter ‘H.P’.
Fuente: http://cosecharoja.fnpi.org/microescenas-de-la-violencia-de-genero-en-panama/