Cada vez que surge la posibilidad de una reforma penal, la preocupación más popular suele ser el monto de las penas, si habrá nuevos delitos y se eliminarán otros, o si habrá más o menos cárcel. El anteproyecto para un nuevo Código Penal que acaba de terminar una comisión de expertos convocada por el Gobierno y encabezada por Raúl Zaffaroni, prevé cambios de todo tipo, pero una de las claves de su enorme carácter innovador está en un asunto mucho menos marketinero: es uno de los principios básicos que propone, que establece que ya no se deberá castigar los delitos insignificantes, es decir, aquellos que no generan ningún daño trascendente, pero que suelen usarse para perseguir a los más débiles. El concepto es decisivo para el sistema judicial, que se verá obligado a distinguir lo importante de lo nimio, a contemplar a los protagonistas de un hecho más allá de los moldes que ofrece la ley y a ir saliendo de un modelo inquisitivo para incursionar en otro que prioriza la resolución de los conflictos, además de optimizar sus recursos.
Parece una obviedad que no es lo mismo el robo de un auto que el de una golosina. Sin embargo, a menudo a fiscales y jueces todo les da igual. Un ejemplo bien grosero revelado por Página/12 un año atrás es la historia de un hombre, Héctor Gerbasi, quien un día de invierno de 2008 entró a un supermercado Día, pidió dos cortes de carne tipo “palomita”, de 27 pesos, y cuando llegó a la caja dijo que no tenía dinero. Mejor que devuelva la mercadería, le advirtieron. Pero Gerbasi, desocupado, delgado, tuerto y sin antecedentes penales, apoyó una bandejita en el mostrador y se escondió la otra entre la ropa. Una empleada se dio cuenta y llamó a la policía. Mientras lo llevaban detenido dijo que él y su hijo llevaban una semana a puro mate cocido. Cinco meses después fue procesado por tentativa de hurto. Cuatro años más tarde, un tribunal oral lo condenó a 15 días de prisión en suspenso y a pagar las costas. Para eso se basó en las mismas pruebas que había dos semanas después del hecho. En total intervinieron once jueces en distintas instancias, cuatro fiscales y cinco defensores.
Al final del camino, Gerbasi fue afortunado: la Cámara de Casación lo absolvió en un fallo que fue autocrítico con el funcionamiento irracional, burocrático y discriminatorio del Poder Judicial. Tuvo suerte porque en otras ocasiones, la propia Casación –con otros jueces– confirmó condenas insólitas, desde el robo de 9 pesos en monedas de un teléfono público, un estuche de cámara de fotos y hasta un Mantecol. Un ejemplo célebre de un caso insignificante fue el de la denuncia del ex juez Juan José Galeano contra el detenido que le arrebató un sandwich del escritorio.
Desde hace años se habla de la necesidad de darle coherencia y proporcionalidad al Código Penal, perdidas ambas en décadas de parches y reformas coronadas con las leyes Blumberg en 2004. El proyecto de reforma actual evidencia que la armonía de un Código no se reduce a las penas estipuladas. De la mano del principio de “insignificancia”, se establecen criterios de “oportunidad”, que implican que debe haber parámetros para aplicar la ley penal en forma selectiva y no indiscriminada ni de cualquier modo. No es lo mismo, se desprende, robar una horma de queso de un supermercado que a un almacenero; ni que robe un funcionario que cualquier otro ciudadano; tampoco debería ser castigado con la misma dureza alguien que comete un delito bajo presión, o el que sufre un daño mientras lo comete (por ejemplo, un daño físico en un accidente o la pérdida de un familiar), o un imputado que es torturado en un traslado al penal. El Código en ciernes inclusive habilita a los jueces a fijar penas inferiores al mínimo que indica la ley.
Los delitos insignificantes no sólo traen consecuencias a sus autores, sino que pueden meter de prepo a las víctimas en el laberinto kafkiano aunque no tengan ningún interés. Una situación imaginable podría ser la de un taxista al que le roban 30 o 100 pesos. Persigue al ladrón y logra que le devuelva la plata. Hay un revuelo callejero, interviene la policía y labra un acta. Para el taxista el tema está terminado, quiere seguir trabajando, pero la policía pretende retenerle el auto para fotos y pericias. Declara en la comisaría. Vuelve a declarar lo mismo en la fiscalía o el juzgado, y tendrá que hacerlo otra vez en un juicio oral, al que tal vez lo convoquen a las nueve pero empiece a las once. Para el trabajo le ofrecen certificado, pero resulta que no tiene patrón. Y termina más enojado con el Estado que con el propio ladrón.
Este diario ha dado cuenta de otras tantas historias similares, como la de una mujer procesada por llevarse un chocolate blanco de dos pesos y desprocesada en Cámara por la insignificancia, relatada por Mario Wainfeld. Los votos de mayoría fueron de María Laura Garrigós de Rébori (titular de Justicia Legítima) y Mirta López González. La disidencia de Rodolfo Pociello Argerich decía que el derecho de propiedad es muy amplio y excede “el valor económico que la cosa posea”. Como está a la vista, cada juez interpreta la que quiere.
En ocasiones, a los funcionarios judiciales los mueve la ideología o el prejuicio, pero en otras muchas es sólo la inercia de un modelo de derecho penal estrecho, concentrado en la meta de castigar a quien infringe la ley, que queda en primer plano por sobre los sujetos y las circunstancias. Se aferran a que el Código obliga a impulsar la acción ante un delito, pero no hay análisis. No importan ni el autor ni la víctima. Es el histórico esquema europeo, continental, clásico, inquisitivo. El proyecto del Código Penal elaborado por la comisión de expertos revela lo que vienen haciendo algunos fallos aislados, en vías de ser una tendencia: empieza a instalarse un modelo que ve al derecho penal como forma de resolución de los conflictos sociales, mucho menos burocrático y más eficiente.
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