El impacto político y social que tuvieron algunas decisiones judiciales en casos de innegable trascendencia pública parece haber propiciado la oportunidad para desarrollar un debate largamente postergado que involucra las cuestionables prácticas de nuestro sistema judicial y la necesidad de promover su reforma. Que este proceso conduzca efectivamente a alguna transformación sustantiva dependerá, en gran medida, de la decisión de nuestra dirigencia política, fundamentalmente de quienes están actualmente a cargo del gobierno. Pero esto no significa que deba subestimarse la necesidad de fortalecer la instancia de un debate público que resulta imprescindible para dotar de contenido las decisiones de gobierno que se adopten en la materia y, también, para evitar que esta discusión se transforme en una cuestión meramente coyuntural.

En este contexto, resulta determinante –y muy loable– que un sector significativo de la Justicia se interese por discutir estas cosas y cuestione la actitud más conservadora de sus pares. Sin embargo, es necesario que intervengan en el debate otros actores (partidos políticos, organizaciones de la sociedad civil, asociaciones profesionales y gremiales y universidades) que contribuyan a enriquecer la discusión con su mirada externa. Los cambios en la Justicia no deberían quedar supeditados a una improbable autorreforma judicial.

Poner en evidencia los injustificables privilegios que ostentan funcionarios judiciales (de los cuales la exención del Impuesto a las Ganancias es sólo un ejemplo), sus ritos cortesanos, su actuar opaco y su lógica predominantemente autoritaria, resulta necesario pero no suficiente. Para promover un verdadero cambio es imprescindible ofrecer a la sociedad un modelo alternativo de Justicia democrática, transparente y eficaz en la defensa de los derechos humanos. Esto implica no sólo redefinir sus objetivos institucionales, sino también desarrollar nuevos métodos de organización y trabajo que hagan posible su consecución.

La discusión sobre las prácticas judiciales muchas veces es descalificada por ciertos sectores “progresistas” que, bajo una perspectiva sesgada, consideran que todo lo referido a la “gestión” es patrimonio exclusivo de la derecha; y otras veces es banalizada por quienes la entienden superficialmente como la aplicación de procedimientos estandarizados para evaluar el desempeño judicial. Nuestro enfoque pretende evitar tanto las perspectivas ingenuas como las frívolas y, de esa manera, procuramos resaltar la necesidad de promover nuevas prácticas judiciales que tornen realidad los objetivos sociales que se enuncian en el plano discursivo para una “Justicia legítima”.

2 La función esencial de la Justicia es velar por la vigencia de los derechos y libertades fundamentales de las personas y no ser ciega ni insensible a las desigualdades sociales imperantes. De su capacidad para desempeñar eficazmente esta tarea depende buena parte de su legitimidad frente a la sociedad. Pero para que los jueces puedan cumplir este rol deben estar situados en una posición institucional que les permita hacerlo, lo cual requiere de una serie de reformas sustanciales en la organización de la actual administración de justicia.

En primer lugar, es preciso abandonar definitivamente el sistema inquisitivo que aún rige las prácticas de la Justicia penal a nivel federal y avanzar decididamente en la implementación de un sistema adversarial. La separación de la función jurisdiccional (control de garantías) y de la función de investigar los delitos e impulsar la política criminal del Estado es un requisito esencial para que los jueces dejen de ser inquisidores y vuelvan a ser jueces. Sólo así pueden actuar con imparcialidad y resolver las pretensiones de las partes, expresadas en una posición de igualdad.

Otro requisito indispensable es la separación de las funciones jurisdiccionales y las funciones administrativas. Actualmente los jueces no sólo resuelven las causas que se radican en sus juzgados, sino también administran los recursos materiales y humanos que se les asignan y definen su propia agenda de trabajo. Esto los distrae de sus auténticas funciones y resulta sumamente ineficiente en términos de gestión. Además, la facultad de administrar los recursos fomenta la endogamia del Poder Judicial, ya que permite la designación cruzada de “parientes y amigos”, y es entendida muchas veces como la principal fuente de poder de los jueces. El control de la propia agenda de trabajo explica en gran medida la morosidad judicial. Por eso los jueces deberían dedicarse exclusivamente a resolver casos y la administración de los recursos debería estar en manos de profesionales especializados.

Esto implica también que los jueces reasuman personalmente las funciones jurisdiccionales en lugar de delegarlas en sus secretarios o empleados. Para ello es necesario abolir definitivamente el trámite a través de expedientes y organizar todo el proceso a partir de la realización de audiencias públicas. Esto permitiría que los jueces tomen conocimiento en forma directa de los hechos del caso y de las pretensiones de las partes y que estén en mejor posición para resolverlas conforme a derecho. Así se ganaría en eficiencia y calidad de las decisiones. La oralidad garantiza además la publicidad de la actuación de la Justicia y genera mayores condiciones de igualdad entre las partes, desalentando el tráfico de influencias y el llamado “alegato de oreja”. De esta manera, la actuación judicial adquiere mayor transparencia y legitimidad.

Finalmente, se debe superar la estructura verticalista del Poder Judicial e implementar una organización más horizontal (v.gr., un colegio de jueces), en la cual los jueces no estén subordinados jerárquicamente a sus “superiores”. La organización actual de la judicatura obedece a un diseño institucional predemocrático, en el cual la jurisdicción era delegada por el rey y podía ser reasumida por éste siguiendo una vía jerárquica. La estructura horizontal propuesta no sólo resulta más eficiente en términos de asignación de casos, sino también más coherente con los principios del sistema republicano, pues garantiza la independencia interna de los jueces. Esta propuesta es absolutamente coherente, además, con la tan proclamada como frustrada implementación del juicio por jurados.

3 Estas reformas también deben alcanzar a la organización y prácticas del Ministerio Público Fiscal y del Ministerio Público de la Defensa. En primer lugar, se debe terminar con su organización refleja al Poder Judicial, que establece fiscales y defensores para cada juzgado e instancia. Este esquema de trabajo resulta completamente disfuncional para el cumplimiento de los objetivos de estas instituciones, ya que dificulta la asignación eficiente del trabajo y la aplicación de estándares mínimos de actuación y calidad. Los conceptos de “fiscal natural” y “defensor natural” son absolutamente ajenos a las funciones de estos actores y deben ser erradicados.

El Ministerio Público Fiscal debe tender hacia una organización flexible y dinámica, que esté al servicio de la política criminal del Estado en lugar de ser un obstáculo para su aplicación. Se debe redefinir el concepto de autonomía funcional de modo que no impida orientar el trabajo de los fiscales hacia el cumplimiento de objetivos institucionales previamente definidos. Paralelamente se deben establecer mecanismos de rendición de cuentas y de control externo para evitar manejos espurios en el ejercicio de la persecución penal.

Una responsabilidad primaria de los fiscales debe ser la dirección de la policía, en función de una persecución penal respetuosa de los derechos humanos, transparente y fundamentalmente eficaz para desmantelar las redes de ilegalidad que azotan a la población. También deben tener la facultad de aplicar criterios de oportunidad para controlar el flujo de causas y racionalizar la utilización de los recursos, asignándolos a los casos que más interesan perseguir y cuya investigación es más compleja (delito organizado, lesa humanidad, corrupción, narcocriminalidad, delitos económicos, etcétera).

La defensa pública es un actor clave para garantizar el acceso a la Justicia de los sectores más vulnerables de la sociedad. Por ello, sin descuidar su objetivo principal, que es la defensa de los intereses individuales que le son confiados, debe desarrollar políticas institucionales para enfrentar las prácticas de violaciones sistemáticas de derechos y los problemas estructurales que dificultan el ejercicio de la defensa en los casos particulares. La independencia técnica del defensor no puede ser una excusa para omitir establecer estándares mínimos de actuación tendientes a mejorar la calidad del servicio. También debe adoptar una organización flexible que posibilite una distribución eficiente de la carga de trabajo y una mejor asignación de los recursos humanos disponibles, por ejemplo creando unidades especializadas temáticamente. Además, debemos enfatizar que no se alcanzará la pretendida “igualdad de armas” si no se dota de recursos suficientes a la Defensa Pública para actuar en paridad respecto de los órganos que ejercen la acusación.

Por último, se debe repensar seriamente el régimen de selección, permanencia y remoción de los fiscales y defensores. No surge de nuestra Constitución nacional que estos cargos deban ser vitalicios y esta característica no necesariamente redunda en una persecución penal más eficaz ni en un mejor servicio de defensa. Por el contrario, parece más racional y acorde con el principio republicano designar a los fiscales y defensores por un período determinado y supeditar su eventual revalidación a una evaluación de su desempeño.

4 Si bien estas reformas propuestas se centran principalmente en la Justicia Penal, sus lineamientos principales son aplicables a los demás fueros (separación de funciones administrativas y jurisdiccionales, colegio de jueces, oralidad, publicidad, etc.). Por supuesto que estas breves notas no abarcan todos los aspectos que presenta un proceso tan complejo como el debatido. No hemos profundizado aquí sobre cuestiones muy importantes como las instancias de participación ciudadana (juicios por jurados, mecanismos de control, participación en los sistemas de selección de jueces, fiscales y defensores) o los sistemas de gobierno de la judicatura. Sólo hemos querido puntualizar –sin pretender ser exhaustivos ni taxativos– una serie de cuestiones básicas que consideramos condiciones de posibilidad para cualquier intento serio de reformar la Justicia.

Posiblemente muchos actores de la administración de justicia, incluso los menos conservadores, considerarán algunos de estos planteos como pretenciosos o verán en ellos una amenaza a sus carreras, su poder o sus privilegios. Por eso enfatizamos al principio de esta nota de opinión que una verdadera reforma de la Justicia sólo puede venir de la mano de la política y debe ser impulsada desde amplios sectores de la sociedad. Esto no significa desmerecer el valor de la discusión actual dentro del Poder Judicial. Los sectores progresistas de la administración de justicia, que pugnan por una redefinición de las bases de su legitimidad, constituyen un apoyo indispensable para el éxito de la reforma. Sin embargo, la legitimidad política de este emprendimiento está condicionada, a nuestro entender, a la construcción de una agenda común con los movimientos sociales, los organismos de derechos humanos y aquellos grupos o sectores políticos y sociales interesados en alcanzar una sociedad más igualitaria.

* Abogados litigantes.

 

 

fuente http://www.pagina12.com.ar/diario/elpais/1-215223-2013-03-07.html