Desde la primera infancia consumimos a través de las industrias de entretenimiento discursos que van estructurando una sociedad bipolar, esencialmente constituida por buenos y malos. Lamentablemente, con el tiempo estos discursos inciden en una mirada que en la actualidad se presenta como dominante en materia de seguridad.
Ese pensamiento es funcional a modelos basados en el castigo y la exclusión, ya que pone al “otro” en el lugar del “malo”. A modo de ejemplo en este pensamiento que circula en los grandes medios de comunicación, un detenido “es un delincuente”, “es malo” y no una persona que se sospecha que cometió un delito en un momento determinado. Por lo cual, en primera instancia es inocente y luego, si infringió la ley, no necesariamente volverá a hacerlo.
Pensar al otro como “malo” no le permite la posibilidad de cambio, ya que lo define como una característica constitutiva. Por lo tanto cuantos más “malos” podamos encerrar y por mayor cantidad de tiempo, mejor.
En ese sentido, se va construyendo en el imaginario social un “nosotros” los “buenos”. Asimismo, nuestra identidad se define y toma fuerza en relación con un “otro”, sobre quien cargamos la idea del mal o le depositamos las causas de nuestras limitaciones. En otras palabras, lo constituimos como chivo expiatorio. Como soy lo que no es el otro, cuanto más negativa sea esa imagen, mayor será mi diferenciación.
Según Stella Martini, “el imaginario es el conjunto de imágenes, la representación hecha memoria, experiencias y proyectos y/o utopías, de que se vale un grupo social para explicar, ordenar el mundo social, situarse y actuar en él. Es una construcción tanto consciente como inconsciente”. Asimismo, este “imaginario es el que opera en la construcción de estigmas, en el rechazo del otro, en la aplicación de sanciones sociales al alter”.
En cada momento histórico hubo en los discursos hegemónicos una otredad que fue cambiando con el paso del tiempo de sector social. Fueron los pueblos originarios para la generación del ’80, los inmigrantes a principios de siglo pasado, los “cabecitas negras” en la década del ’40 y los “subversivos” en la última dictadura militar. En la actualidad, cuando en la agenda mediática la inseguridad se presenta como dominante, ese “otro” son el inmigrante de los países limítrofes y los jóvenes de los barrios carenciados.
Sin embargo, la construcción en el imaginario colectivo de ese “otro” que nos da miedo y que se presenta como la causa de nuestros problemas no tiene necesariamente un correlato con la realidad.
A modo de ejemplo, como señala el juez de la Corte Suprema de la Nación Raúl Eugenio Zaffaroni: según el relevamiento de homicidios dolosos del alto tribunal con datos del 2010, “sobre 168 hechos, ninguno fue cometido por un ciudadano boliviano, y hubo sólo dos casos atribuibles a menores de 16 años”.
Sin embargo, este pensamiento estigmatizante incide en la realidad. El miedo aísla, debilita el tejido social. Aumenta la distancia del nosotros y los otros. Profundiza la discriminación y en consecuencia será mayor la exclusión del sector social tomado como chivo emisario.
Recientemente en la presentación del libro que realizaron las internas poetas de la Unidad 16 de Neuquén, uno de los coordinadores de la actividad planteó que debemos derribar muros y construir más puentes. Como comunicadores sociales, si deseamos construir una sociedad más inclusiva, nuestra función debería ser trabajar en derribar los muros discursivos que también producimos en nuestros puestos de trabajo.
* Licenciado en Comunicación Social. Docente de Filosofía Política Moderna UNLZ
Fuente. http://www.pagina12.com.ar/diario/laventana/26-195196-2012-05-30.html