Algunos grandes relatos de no ficción (no tantos), han desnudado ante el mundo con la colaboración necesaria de sus lectores (a veces no demasiados), las miserias ocultas de la historia contemporánea. Los genocidios, los éxodos, las masacres, las dictaduras. La mayoría de las veces, sus autores no eran periodistas. Eran escritores. O aspiraban a serlo. Normalmente eran jóvenes y no tenían vocación de mártires. Pero en medio de una situación límite, cuando todo estaba en contra; cuando no podían dar un paso más; envueltos en hambre, frío, tristeza, terror y desesperación, se comportaron como reporteros. Esos testigos de la realidad tuvieron la obsesión de contar a las personas las cosas que interesan a las personas. Mostrar la verdad. Con su crudeza. Sin aspavientos ni grandes declaraciones políticas. Con humildad. Pacíficamente. Con las armas del reporterismo; documentándose, recogiendo testimonios; contrastando; describiendo la realidad que les rodeaba; intentando informar y también formar. Pensando en cada lector (uno, individual e irrepetible) como destinatario de sus revelaciones y denuncias. A partir de cada uno de esos destinatarios pretendían construir una cadena que condujera su mensaje a cada rincón del planeta para que la humanidad nunca olvidara lo que nunca hay que olvidar. Querían que tanto sufrimiento e injusticia jamás volviera a ocurrir. Y, para conseguirlo, había que mostrar la realidad. Ese afán daría sentido a su vida. En ese sentido, dos de los dos más grandesdenunciadores de la historia han sido Aleksander Solzhenitsyn y Primo Levi. Dos nombres que ya forman parte de la conciencia crítica de la humanidad. Y, además, supieron relatar su calvario de una forma (literaria y periodística) magistral.
Primo Levi y su hermana Anna Maria antes de la II Guerra Mundial.
Eran dos hombres corrientes, contenidos, reflexivos y de aspecto triste; nacidos en 1918 y 1919 con una diferencia de edad de seis meses; físico el primero; químico el segundo; italiano y judío el segundo y ruso el primero. Solzhenitsyn y Levi mostraron al mundo, desde dentro, como dos enviados especiales al infierno, la máquina de exterminar cuerpos y almas construida en torno al régimen estalinista soviético y el nacionalsocialismo alemán. No lo descubrieron en internet; no lo presenciaron en You Tube; nadie se lo reveló en twitter. Estuvieron allí. En el gulag y el lager. Vieron perecer a miles de personas. Amigos y miembros de su familia; mujeres y niños. Muertes sin sentido. Reprimir por reprimir. Como un fin en sí mismo. Formaron parte de los convoyes de la muerte. Padecieron el hambre y la tortura. Chapotearon en la miseria y la deshumanización. Fueron testigos de lo mejor y lo peor de lo que es capaz el ser humano. Escaparon de milagro. Y vivieron para contarlo. La inmensa tristeza que traslucía sus ojos y que les acompañó hasta el final de sus días (en el caso de Primo Levi hasta su suicidio en 1987), era la mejor prueba de lo que habían visto, metabolizado y relatado.
Alexander Solzhenitsyn fotografiado en 1974 tras su expulsión de la URSS.
De los dos reporteros a la fuerza, Primo Levi fue el primero que inició su descenso a los infiernos. Tenía 26 años. El primer libro de su trilogía en torno a Auschwitz, Si esto es un hombre, relata su confinamiento en el campo de concentración del mismo nombre, el 21 de febrero de 1944 (justo dos años después de que se iniciara por parte de la maquinaria nazi la llamada Solución Final, el exterminio planificado y en serie de todos los judíos europeos, que provocaría entre cuatro y seis millones de muertos según las fuentes que se consulten), y el año que permaneció allí encerrado, hasta que el campo fue liberado por el Ejército soviético al final de la II Guerra Mundial. El relato de Levi es brillante en sus descripciones y diálogos; muestra el terror carcelario como un hecho cotidiano en la vida de los reclusos; no se regocija en la tortura pero es implacable en sus juicios. Sobran los adjetivos. Ante unatragedia humana de tal calibre, hay momentos en que resulta difícil seguir leyendo y es necesario apartar la vista de sus páginas. Todo el relato está sumido en una espesa niebla mental; en la irrealidad de pesadilla que el escritor vivió aquel curso siniestro, y que el mismo describe como un estado de continua duermevela (producto del escaso descanso, la mínima alimentación, los malos tratos y el shock continuo) como única forma de sustraerse al terror y el sin sentido de aquella situación tan trágica como absurda. En Auschwitz, serían asesinados de forma industrial más de un millón de personas. Algunas de ellas, nada más descender de los vagones de ganado donde se les transportaba desde toda Europa. Su suerte, como relata Levi, solo dependía de un gesto de sus guardianes de lasSS. De los más de 600 italianos que desembarcaron con Primo Levi en Auschwitz en febrero del 44, solo 20 abandonaron el lager con vida en 1945. Primo Levi es el notario para la historia de ese tiempo de terror. Hacerlo público fue su obsesión.
Aleksander Solzhenitsyn durante su estancia en el gulag.
Levi comenzó a escribir Si esto es un hombre nada más volver a su hogar de Turín, después de vagar durante ocho meses por la Europa aún humeante de la contienda, una peregrinación que relataría en su siguiente relato de su trilogía sobre auschwitz, La tregua. Tenía las heridas aún abiertas, un edema pulmonar y los terribles recuerdos del lager aún frescos en la mente. Empezó a trabajar de inmediato. No quería olvidar para poder contar. Y quería contar para que nadie olvidara lo que había pasado en Auschwitz. En el prólogo del primer libro, Si esto es un hombre, centrado en el año de Auschwitz, cuya primera edición es de octubre de 1947, Primo Levi se explicaba así:
“No lo he escrito con intención de formular nuevos cargos; sino más bien de proporcionar documentación para un estudio sereno de algunos aspectos del alma humana. (…) Pido indulgencia por los defectos estructurales del libro. Si no en acto, si en la intención y en su concepción, el libro nació en los días del Lager. La necesidad de hablar a los demás, de hacer que los demás supiesen, había asumido entre nosotros, antes de nuestra liberación y después de ella, el carácter de un impulso inmediato y violento, hasta el punto de que rivalizaba con nuestras demás necesidades más elementales; este libro lo escribí para satisfacer esa necesidad; en primer lugar, por lo tanto, como una liberación interior”.
Primo Levi no triunfó con su libro. Quería contar pero no todos querían saber. De la primera edición en italiano de 1947 , vendió 1.500 ejemplares. Siguió trabajando como químico en Italia hasta el final de su vidsa y escribiendo en sus ratos libres. Su obra de denuncia tardó diez años en traducirse al inglés; y, enseguida, en 1959, al alemán. En aquel momento, Levi sintió que la pulsión que le había llevado a escribir sobre su experiencia en Auschwitz se comenzaba a cumplir: los alemanes iban a saber (más allá de bálsamo de las componendas de los tribunales de desnazificación de Núremberg y la tibieza de los gobiernos de Adenauer), qué habían hecho entre 1933 y 1945 en su nombre los líderes de su país encabezados por Adolfo Hitler. Cómo se había asesinado a millones en nombre del pueblo alemán. Cuando los alemanes se vieron por fin reflejados en el espejo que Primo Levi les ponía delante, este sintió que su misión estaba concluida. En 1982, volvió por segunda y última vez al campo de concentración de sus pesadillas durante el rodaje del documental Regreso a Auschwitz. No se descompuso ante la cámara; no levantó la voz; no ofreció ni un mal gesto. En ese mismo momento, la extrema derecha florecía en Europa y se negaba (o, al menos, disculpaba) el Holocausto. Al final de ese relato documental rodado al final de su vida, Levi concluía: “Hay indicios que nos hacen pensar que algunos quieren olvidar o algo peor: negar. Es muy significativo. Quien niega Auschwitz, es precisamente quien estaría dispuesto a volver a hacerlo”.
La carrera de Aleksander Solzhenitsyn como reportero de la historia empezó un año más tarde que la de Primo Levi, en 1945. Solzhenitsyn era un científico y oficial de artillería del ejército soviético, destacado en los campos de batalla a lo largo de la II Guerra Mundial, cuando, a finales de la contienda fue detenido, juzgado y condenado en un proceso títere por el régimen del Kremlin a ocho años de trabajos forzados en el campo de concentración de Ekibastuz, en la república de Kazajistán, por haber criticado al dictador, Joséf Stalin, alias Koba el terrible, en su correspondencia privada con un amigo. Internado en una de las esquinas más duras y recónditas del imperio soviético (a más de 3.000 kilómetros de Moscú), en uno de los campos de represión más grandes del sistema de represión estalinista, con temperaturas en invierno de -20 grados, trabajaría en terribles condiciones como minero y albañil mientras no paraba de tomar notassecretas. Iba a permanecer en aquella inmensa prisión política hasta 1953. Tras cumplir su pena y arrastrando un cáncer, fue condenado a un adicional destierro a perpetuida en Kok Teren, también en Kazajistán. Allí comenzaría a construir su testimonio sobre el gigantesco sistema de represión soviético, ignorado (e, incluso, disculpado), tanto en la URSS como en Occidente.
Para Solzhenitsyn, el modelo del Gulag (acrónimo en ruso de Dirección General de Campos de Trabajo) era la esencia e, incluso, la finalidad del régimen soviético. Un sistema implantado a finales de la revolución de 1917, formado por centenares de campos, situados en las áreas más remotas de Siberia y Kazajistán, por los que pasarían entre 1920 y 1956, en torno a 50 millones de personas. La mayoría, supuestos criminales políticos. De ellos, en torno a 10 millones perderían la vida. Solzhenitsyn se lo hizo saber al mundo. Nadie antes lo había hecho. Nadie nunca había hablado del Gulag. Nadie conocía ese nombre ni su existencia más allá de los engranajes político-policiales del Kremlin. En Europa, empezaría a ser un vocablo familiar a comienzos de los 70. Esa fue la misión que se autoimpuso Solzhenitsyn durante décadas: dar a conocer lo que él describía como un extenso conjunto de islas que formaban el archipiélago de la represión política soviética. Como describe a propósito de Solzhenitsyn el escritor francés Emmanuel Carrère: “Su determinación, su coraje, tenían algo de inhumano, ya que lo que se exigía de sí mismo lo esperaba también de los demás. Consideraba una cobardía escribir sobre cualquier cosa que no fuera los campos; equivaldría a callarlos”.
Una imagen de uno de los campos del Gulag captada por un prisionero.
Su primer pliego de cargo en su causa general contra el sistema policial soviético a través de su experiencia en los campos de la muerte vería la luz en 1962. Se titulaba Un día en la vida de Ivan Denisovich. Describía minuciosamente la jornada de un preso político en un campo del Gulag. Era la plasmación literaria de su experiencia y la de otros muchos. La URSS del deshielo tras la muerte de Stalin y su aproximación a Occidente de la mano de Jrushchov, permitió que la publicara. En 1963 se tradujo al inglés y el francés. Su testimonio fue un aldabonazo a las conciencias. Para empezar, de la izquierda europea que comenzaba a distanciarse del control soviético. Se corrió la voz. Dentro y fuera de la URSS. Aterrorizada, la nomenklatura soviética cambió de opinión. Y prohibió la novela. Solzhenitsyn continuó sobreviviendo en la URSS en un semiexilio interior. Y siguió escribiendo.
Incansable, volvió a la carga a comienzos de los 70 con la que se convertiría en la obra que define el mito de Solzhenitsyn: Archipiélago Gulag, publicada en 1973. A lo largo de las miles de páginas de los tres volúmenes de la obra, pergeñadas a través de sus vivencias de superviviente de ocho años de campos de trabajo y, principalmente (y ahí entra en juego su gran trabajo documental), de los testimonios de 227 prisioneros (algunos de los cuales le ayudaron en su redacción), que fue obteniendo en secreto durante una década, diseccionaba política y legalmente el pasado y presente del sistema soviético de trabajos forzados y describía, al mismo tiempo, la vida diaria en una de esas prisiones sumarísimas, la subcultura carcelaria que las tiranizaba y todo el sistema de represión de la URSS desde la detención de un sospechoso político por parte de la policía secreta, hasta los juicios-farsa, la terrible condena, la llegada a los campos, la mísera existencia en los mismos, la condena añadida que suponía las vejaciones de las que eran objeto por parte de los presos comunes (como en Auschwitz) y la única salida del campo, con los pies por delante o hacia el destierro o el exilio. Para Solzhenitsyn, el Gulag no era simplemente un sistema carcelario; era un modelo productivo que se nutría de mano de obra esclava y la columna vertebral del modelo soviético del terror. El régimen bolchevique, que experimentaba los primeros estertores que conducirían a su desaparición 15 años más tarde, actuó rápidamente tras la publicación deArchipiélago Gulag. En 1974, Solzhenitsyn fue detenido e inmediatamente expulsado de la URSS.
Inmerso en su eterna tragedia personal, política y literaria, Alexander Isáyevich Solzhenitsyn logró un reconocimiento mundial que Primo Levi nunca hubiera soñado: el Premio Nobel de Literatura en 1970. Era un homenaje a su vida pero también a su lucha; a su denuncia descarnada de la tiranía. Después, se exilió a Estados Unidos donde fue profesor en la Universidad de Harvard y donde moriría en 2008. Al final de su discurso de aceptación del Nobel del 70, sintetizaba la que había sido la gran batalla de su vida en esta frase tomada de un proverbio ruso: “Una palabra de verdad vale más que el mundo entero”. Era quizá el mejor epitafio para Levi y Solzhenitsyn.