Son de público conocimiento los problemas que desde hace tiempo presenta de modo muy notorio el sistema carcelario de la provincia. Además de mostrar un generalizado incumplimiento de la Constitución y las leyes, las prisiones son una usina de violaciones a los derechos de los detenidos e incluso de los trabajadores penitenciarios, producen muertes, violencia y corrupción y devuelven a las personas en peores condiciones de las que las recibieron. Estas cárceles, además de agravar la seguridad, implican un gasto presupuestario altísimo, que desvía recursos públicos que podrían emplearse en escuelas, hospitales o caminos.
Frente a semejante cuadro es imperioso que las autoridades políticas asuman la necesidad del cambio y su liderazgo, tal y como ocurre con otras áreas de gobierno. Para ello, deben ser encaradas de modo enérgico al menos dos cuestiones.
La primera es la reforma y democratización del Servicio Penitenciario Bonaerense. Debe abandonarse el esquema de autogobierno para pasar a un modelo moderno de conducción civil por parte de las autoridades políticas. Su organización tiene que dejar atrás su actual modelo militar, que se desprende de las normas que lo regulan y que fueron aprobadas durante la última dictadura militar que ejerció el terrorismo de estado y que hizo de las cárceles una de sus principales herramientas de represión.
Deben establecerse controles internos sobre la transparencia y los abusos funcionales que dependan orgánica y funcionalmente de las máximas autoridades políticas, desconcentrar funciones dando paso a la intervención de los distintos ministerios y actores de la sociedad civil, establecerse una nueva carrera profesional eliminando las diferencias entre oficiales y suboficiales, habilitar los ascensos mediante concursos, limitar la cantidad de grados, fijar nuevas políticas de reclutamiento y capacitación, asegurar derechos para los trabajadores penitenciarios y aprobar nuevas reglas y principios de actuación acordes con la función social y el contexto democrático.
La segunda cuestión transita por hacer un uso racional del encarcelamiento que permita garantizar condiciones dignas de detención y tratamientos tendientes a la reintegración social de los encarcelados. La construcción desmesurada de cárceles, además de resultar costosa y lenta, no constituye una solución sustentable. Al mismo tiempo, la investigación comparada demuestra que la cantidad de personas privadas de su libertad no es sinónimo de una mayor seguridad. Es necesario establecer cupos y criterios para evitar el encierro por pequeñas ofensas, condenados primarios, enfermos terminales y de todas aquellas personas que puedan cumplir penas de modo alternativo, seguro y controlable.
Además, deben fijarse mecanismos que permitan dar soluciones frente al problema del hacinamiento, tal y como se ha hecho en otros países de la región.
A casi tres décadas del final de la dictadura militar resulta ineludible un debate serio que defina cómo deben funcionar el Servicio Penitenciario y las cárceles de la democracia.