MARTÍN LOZADA (*)
Uno de los campos de interés de la criminología radica en desentrañar la compleja red de elementos que suelen componer la criminalidad perpetrada desde las estructuras de poder, sean estatales o corporativas.
En nuestro ámbito regional, la experiencia del terrorismo de Estado hizo que los estudios se enfocaran mayoritariamente en las violaciones sistemáticas a los derechos humanos que, bajo la forma de crímenes contra la humanidad, comprendieron las privaciones ilegítimas de la libertad, las torturas, las muertes y desapariciones de miles de personas.
Sin embargo, la variedad de modalidades que asume la criminalidad estatal y corporativa sugiere la necesidad de un abordaje sistémico que no ahorre esfuerzos para develar el entramado que suele resultar en el éxito de sus autores materiales e intelectuales. Éxito comisivo, en tanto aquellos no suelen ser neutralizados por las agencias de persecución penal del Estado.
De modo que a poco de profundizar sus especificidades nos hallamos frente a un primer elemento estructural: su impunidad. Sea debido a que se trata de formas criminales para cuya realización es necesario contar con un conocimiento técnico particular, o por su minuciosa premeditación, o bien debido a la insuficiente preparación de los mecanismos de reacción penal.
Cabe precisar entonces la semántica de la impunidad, diferenciando la impunidad normativa –de iure– de la llamada impunidad fáctica –de hecho–. En la primera, sus preceptos están determinados por el derecho positivo vigente a modo de causas legales que, por excepción, inhiben la penalización.
La segunda, en cambio, es una impunidad sin causa justa que se traduce en la no penalización de personas criminalmente responsables de infracciones formalmente castigadas por la ley.
Tal cual lo expresa Wolf Paul, desde un punto de vista de la fenomenología jurídico-empírica es esta última la que resulta más inquietante, no sólo por carecer de fundamento legal sino debido a que resulta consecuencia de razones supralegales o extrajurídicas, generalmente de naturaleza política y económica.
La frecuente inacción frente a los crímenes del poder se traduce así en un resultado esperable: su naturalización. De allí que la ausencia de un ejercicio pleno de la justicia induzca al conjunto de la sociedad en un estado de anomia, desamparo y vulnerabilidad, que atenta contra la cohesión de los lazos sociales y los sentimientos de pertenencia.
Por lo tanto, la impunidad produce una pérdida de referencias con un altísimo efecto desocializador y deshistorizador que posibilita el ejercicio abusivo de los poderes dominantes.
Diana Kordon y Lucila Edelman, integrantes del «Equipo argentino de trabajo e investigación psicosocial», afirman que la falta de sanción del crimen en contextos de criminalidad estatal inhabilita las funciones que debe cumplir el Estado en cuanto garante del orden simbólico, la terceridad y los intercambios.
Nada de esto es ajeno, claro está, a la marcada selectividad de los sistemas penales y su orientación a la neutralización de los comportamientos protagonizados por los miembros de los sectores más vulnerables de la sociedad. Lo que, pese a venir siendo reiteradamente denunciado por los sectores más críticos del saber criminológico, no deja de tener vigencia como tal.
Acaso la puesta en funcionamiento de los procesos de criminalización no pueda prescindir de una limitación que les resulta inherente, la que se traduce en una general imposibilidad de volverse en contra de quienes los manejan y manipulan.
Conforme a ello, las relaciones de poder en vigencia engendran expresiones penales expansivas tan sólo edificadas alrededor de comportamientos conflictivos intersubjetivos. Comportamientos que, valga la paradoja, ni siquiera llegan a correr el velo que oculta los intereses y las voracidades que hacen a la esencia misma de esas relaciones de poder.
Tal como irónicamente sostiene Raoul Vaneigem: «Fuera de algunos chivos expiatorios sacrificados a la opinión pública, los estafadores en el poder siguen gozando por lo general de la inmunidad y la impunidad. En cambio, el delincuente que no goza de una buena situación económica para ejercer el oficio de granuja se ve obligado a rendir cuentas ante una sala de audiencias».
(*) Juez penal. Catedrático Unesco
fuente http://www.rionegro.com.ar/diario/crimenes-y-estructuras-de-poder-977507-9539-nota.aspx