MARTÍN LOZADA (*)

Semanas atrás fue procesado en Córdoba el exjuez federal Carlos Otero Álvarez, a quien se le atribuye la comisión del delito de encubrimiento en 86 hechos y la participación secundaria en dos homicidios calificados, un secuestro, tormentos y un allanamiento ilegal.

Lo paradojal del asunto resulta ser que, cuatro años después de ser uno de los jueces que firmara la primera condena por delitos de lesa humanidad contra Luciano Benjamín Menéndez, fue procesado por su propia actuación durante la última dictadura cívico-militar en la Argentina.

Otero Álvarez se desempeñó en aquellos años como secretario de la Justicia Federal cordobesa y fue denunciado a partir del retorno de la democracia. La resolución del juez Daniel Herrera Piedrabuena alcanzó también al exfiscal federal Antonio Sebastián Cornejo y al exjuez federal Miguel Ángel Puga.

Estos últimos, según el procesamiento, incumplieron sus obligaciones de promover investigaciones penales, resultaron partícipes secundarios en un caso de tormentos, en dos homicidios calificados y, en el caso de Puga, también de una privación ilegítima de la libertad.

Herrera Piedrabuena destacó que la prueba documental reunida en el expediente resulta ser un fiel reflejo de la actitud omisiva y del «silencio cómplice», que fue un común denominador en el Poder Judicial de la Nación de la circunscripción de Córdoba durante la vigencia del terrorismo de Estado en la Argentina.

El procesamiento enfatizó la sistematicidad con la que actuaron los imputados y resaltó que el rol exigible a esos funcionarios no era otro que asegurar la vida, la integridad y la dignidad de las personas.

El magistrado sostuvo que los hechos investigados hieren y laceran a la humanidad y, por ende, a la razón, puesto que de haberse hecho lo que se debía respecto de las víctimas asesinadas, acaso no hubieran encontrado el trágico final que en definitiva tuvieron. Más aun, «quienes fueron torturados y privados ilegítimamente de su libertad tal vez hubieran podido tener justicia en su oportunidad».

El juez entendió que, si los jueces, fiscales y secretarios hubieran puesto en marcha el sistema de garantías para cada una de las víctimas, ello habría servido no sólo como límite a los aberrantes delitos que entonces se cometían sino también para beneficiar a la sociedad en su conjunto.

Tal cosa, por cuanto el Poder Judicial de la Nación hubiera actuado como protección ante el poder absoluto o, al menos, intentado atemperar las acciones desatadas por el aparato represivo del Estado.

No menos sugerente resultó su afirmación en cuanto a que hubo una actitud de jueces y funcionarios, y hasta de abogados, «que en forma rutinaria y con un esquema mental mecanizado no tuvieron la suficiente actitud para comprender las exigencias que la realidad les estaba marcando, para poder decidir a favor de la vida y la dignidad de las personas».

El paralelismo con los hallazgos de Hannah Arendt durante el proceso a Adolf Eichmann son manifiestos, en cuanto aquélla reconoció que quienes perpetraron sus crímenes durante el período del nacionalsocialismo alemán lo hicieron bajo la convicción de que estaban dando efectivo cumplimiento a las órdenes del Führer, fuente suprema del derecho. Y que lo hicieron sin preocuparse demasiado acerca de si esas órdenes guardaban alguna consonancia con los más básicos deberes de humanidad.

¿Para qué deberían servir los procedimientos judiciales emprendidos contra los autores de crímenes masivos? Raoul Vanegiem sostiene que, en lo fundamental, para despertar y difundir una conciencia que saque a la luz las condiciones inhumanas que predisponen al exterminio: la complacencia criminal de los responsables, el análisis de sus móviles, el examen de los remedios posibles y la aplicación de una política de prevención.

No se trata tan sólo de una puesta en escena jurídica llamada a calmar a las buenas conciencias mediante el castigo de unos pocos, puesto que denunciar un crimen para estigmatizar su vergüenza reemplaza con demasiada facilidad al proceder que reviste aún mayor importancia: corregir los efectos de la maldad e impedir su reincidencia.

La búsqueda de la verdad debería entonces estar orientada a esclarecer nuestros comportamientos ordinarios hasta en sus móviles más arcaicos y menos confesables, para recalcar cómo, si uno no presta la atención necesaria, las condiciones instauradas por la mentira y la opresión desestabilizan, desarreglan y corrompen las mejores intenciones.

 

 

 

(*) Juez Penal. Catedrático Unesco

 

 

fuente http://www.rionegro.com.ar/diario/jueces-o-verdugos-1022178-9539-nota.aspx