MARTÍN LOZADA (*)

El debate en torno al Poder Judicial y a su adecuación a las expectativas ciudadanas invita a revisar críticamente nuestro sistema institucional. Sobre todo, aquellos aspectos que menos se condicen con una efectiva dinámica democrática.

Uno de ellos se refiere al déficit inherente al propio sistema representativo de gobierno en sociedades como las actuales, caracterizadas por su heterogeneidad y complejidad y por estar integradas por individuos y grupos que, en ocasiones, poseen marcadas contradicciones y disensos entre sus respectivos intereses.

La democracia representativa fue el modelo de participación política ideado, constitución mixta inglesa y norteamericana mediante, para asegurar que los diversos grupos que componían la sociedad adquirieran su representación proporcional a la hora de decidir los asuntos de gobierno. Es decir, para albergar una suerte de simetría y estabilidad entre los mismos.

Sin embargo, la propuesta formulada por el constitucionalismo clásico, en cuanto a la posibilidad de representar de modo fidedigno y proporcional a todos los estamentos que integraban la sociedad en un foro común –parlamento–, quizá haya dejado de ser una realidad verificable. Por ende, quizá, nos encontremos frente a distancias que resulten difícilmente salvables entre representantes y representados.

Es más, podría suceder que nuestro esquema institucional haya venido siendo desbordado por la pluralidad y la fragmentación social existente, la cual complota contra una representación plena y hace de la democracia representativa una aspiración difícilmente sostenible. En tal sentido, Roberto Gargarella sostiene que el «sistema representativo nació prometiéndonos algo que hoy no se encuentra en condiciones de cumplir».

Entonces, puede que no sea ingenuo preguntarnos: ¿qué posibilidad existe de que los representantes del pueblo, diputados y senadores, resulten auténticos intérpretes de las actuales necesidades y deseos de los individuos y grupos que representan?

Si algo hemos venido experimentando desde hace algunos decenios a esta parte, ha sido la emergencia de una pluralidad de demandas ciudadanas expresadas por grupos diversos, la gran mayoría de ellas formuladas por fuera de los partidos políticos, que claman por una visibilidad que no han tenido y por una representación hasta la fecha inexistente.

Esas demandas de participación más amplia se vienen reflejando en la progresividad de regímenes constitucionales que, a través de mecanismos de naturaleza inclusiva, se proponen resultar más receptivos a las demandas y expectativas colectivas. Los referendos, plebiscitos y otros recursos, como la consulta popular, vienen abriéndose paso en esa dirección.

Mientras tanto, complejidad democrática mediante, nuestros parlamentos continúan con dinámicas legislativas que, en muchos casos, son percibidas como ajenas por muchos de los individuos y grupos que componen la sociedad. Ello puede deberse, entre otras razones, a la escasa participación que a los ciudadanos se les otorga en el proceso de creación de la ley.

De ése modo, las normas suelen resultar ser el producto de una élite que invoca estar actuando en nombre de la voluntad popular, pero que, en realidad, descuida la importancia de una discusión colectiva y omite considerar la voz de los diversos individuos y grupos que la integran. Sobre todo, de aquellos que históricamente vienen siendo postergados y desoídos.

En tal sentido, el propio Gargarella sostiene que no es difícil concluir que el derecho en general sufre de un déficit democrático serio. En especial si tomamos en cuenta las condiciones en que se crean las normas en la actualidad y la ausencia de vínculos –sociales, de clase e ideológicos– entre quienes las redactan y aquellos sobre quienes habrán de impactar sus efectos.

El producto legal al que se suele arribar, por lo tanto, tiene pocas posibilidades de ser percibido como auténticamente representativo en términos de horizontalidad democrática. Por el contrario, es probable que sea recepcionado como un resultado sesgado y construido en torno al interés de unos pocos, más bien en consonancia a un estado de alienación normativa.

Si el cuadro descripto guarda cierto correlato con el marco institucional por el cual transitamos, entonces deberíamos mejorar los argumentos ya sea para postular o, por el contrario, criticar las iniciativas gubernamentales en torno a la promocionada «democratización del Poder Judicial».

Dichos argumentos podrían encontrar mayor peso luego de responderse al siguiente interrogante: ¿los proyectos actualmente en discusión efectivamente aseguran la participación colectiva en el proceso de elección, control, juzgamiento y, finalmente, remoción de los miembros del Poder Judicial, al menos, en el orden nacional?

La respuesta es conocida. El único avance en lo que a la participación colectiva en los asuntos mencionados se refiere, radica en la posibilidad de que casi todos los candidatos a integrar el Consejo de la Magistratura luzcan a partir de ahora en las boletas de los partidos políticos. Y que, elecciones mediante, el elector los incluya en la urna junto a los candidatos a otros cargos electivos tradicionales.

Se podrá afirmar que no es poca cosa, teniendo en cuenta la escasísima participación ciudadana en los asuntos atinentes al funcionamiento del Poder Judicial. Y también, simultáneamente, que esos consejeros elegidos por el voto popular corren el riesgo de ser cooptados por las lógicas de los partidos políticos y sus intereses coyunturales, los que pueden girar no alrededor de la elección de un buen candidato, sino, en cambio, de aquél que resulte funcional a la orientación del momento.

En todo caso, no debería perderse de vista que si bien nuestro sistema democrático se orienta a satisfacer las expectativas de las mayorías, no menos cierto resulta que, justamente por ello, es necesario salvaguardar los intereses de los integrantes de los grupos minoritarios. Sobre todo, debido a que ellas suelen estar integradas por grupos históricamente desaventajados y vulnerados, carentes de una participación plena en los procesos políticos.

Para la consecución de dicho objetivo el Poder Judicial puede resultar fundamental. Lo cual contrasta, claro está, con la nula intervención de los representantes de esas minorías en el nuevo diseño del Consejo de la Magistratura.

 

(*) Juez Penal – Bariloche

 

 

http://www.rionegro.com.ar/diario/la-complejidad-democratica-1161055-9539-nota.aspx