- 18/10/2014
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Uno de los temas más discutidos en el ámbito doctrinario y jurisprudencial en los últimos tiempos es el relacionado con lo que se ha llamado «violencia de género». Es que a partir de la sanción de la ley nacional 24632 el Estado argentino aprobó la Convención Interamericana para Prevenir, Sancionar y Erradicar la Violencia contra la Mujer –»Convención de Belem do Pará»–.
Dicho tratado presta especial atención a la violencia contra la mujer, incluyendo en este concepto cualquier violencia, mediante acción o conducta, basada en su género que cause muerte, daño o sufrimiento físico, sexual o psicológico, tanto en el ámbito público como en el privado, y que tenga lugar dentro de la familia o unidad doméstica o en cualquier otra relación interpersonal, ya sea que el agresor comparta o haya compartido el domicilio con la mujer –señalando que abarca actos de violación, maltrato y abuso sexual– o que tenga lugar en la comunidad y sea perpetrada por cualquier persona –comprende, entre otros, violación, abuso sexual, tortura, trata de personas, prostitución forzada, secuestro y acoso sexual en el lugar de trabajo así como en instituciones educativas, establecimientos de salud o cualquier otro lugar, ya sea perpetrada o tolerada por el Estado o sus agentes, dondequiera que ocurra–.
Sin entrar a analizar en profundidad el tema, ya que excedería la finalidad de estos breves comentarios, un concepto tan amplio y ambiguo sobre lo debe ser considerado violencia de género parece provocar ciertos inconvenientes al principio de legalidad. Es que si el acusado de un delito cometido con violencia de género puede perder ciertos beneficios o derechos previstos por la ley, de hecho se están creando nuevos tipos penales y se les está agregando una motivación o ultrafinalidad no abarcada en su texto original (salvo aquellas figuras en las que esté expresamente contemplado como, por ejemplo, el artículo 80 inciso 11 del Código Penal).
Estas obligaciones que ha asumido el Estado argentino provocan fuertes tensiones con otros derechos y garantías constitucionales. Se puede observar que dos cuestiones están generando una importante polémica en los ámbitos jurídicos.
Por un lado, la posible relajación de ciertos estándares probatorios para acreditar conductas delictivas teñidas por la violencia de género y, por otro, la posibilidad de que un imputado acceda a la probation cuando se le achaca un delito cometido con esa finalidad.
En la primera cuestión en realidad se encuentra la vieja discusión sobre el testigo único o singular en el proceso penal. Si bien en general dichos términos son utilizados como sinónimos, parte de la doctrina sostiene que se hace referencia a situaciones diferentes.
En el caso del testigo singular, esa prueba, la testimonial, no se encuentra apuntalada por algún otro medio, por eso su valor convictivo se reduce no sólo por el aspecto cuantitativo del declarante individual sino también por la deficiencia cualitativa, al no apoyarse con otra clase de pruebas. Así, la diferencia esencial de los testimonios consiste, además del citado aspecto cuantitativo, en que mientras el testimonio único puede verse corroborado con medios probatorios de otra índole, como periciales o indicios en general, el de carácter «singular» se encuentra aislado y no presenta otro tipo de soporte; de ahí la «singularidad» y el reducido valor convictivo potencial.
La cuestión se complica más si el testigo singular es, además, la víctima del delito. Técnicamente, la víctima no es testigo por cuanto falta un elemento fundamental, la imparcialidad y ajenidad de lo que declara, pero se la asimila a él en el proceso penal. Obsérvese que en el proceso civil la víctima absuelve posiciones sin juramento de decir la verdad y en aquellos códigos en los que aún se mantiene la fórmula ritual del juramento no genera las mismas consecuencias que para el testigo. Algunos fallos recientes han considerado que en los delitos con violencia de género la sola declaración de la víctima resulta suficiente para una condena.
Así, en la conocida causa «Newbery», del Tribunal Superior de Justicia de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, se investigó la denuncia de una mujer que acusó a su expareja de una amenaza que sólo ella invocó. El fallo ha sido fuertemente cuestionado, entre otros, por Gustavo Vitale y Mario Juliano, quienes sostienen enfáticamente que, más allá de cuál sea el tipo de delito que se investigue, en un Estado constitucional de derecho la presunción de inocencia implica que sólo una condena en la que se acredite con certeza la existencia de un hecho y la participación en él del imputado, sobre la base de prueba independiente, permitirá que un individuo pueda ser sancionado penalmente.
Sostienen Vitale y Juliano: «Si se hubiera respetado lo que aquí proponemos, no hubieran sido ejecutados tantos seres humanos con la sola denuncia de los soplones de la Inquisición, en base a las cuales se quemaban vivas (entre otras personas) a tantas mujeres en base a la credibilidad que, para ellos, ofrecían los delatores de herejes. Si hoy se respetaran las reglas básicas de un juicio justo, propio de un Estado constitucional de derecho, podríamos impedir que se siga tratando como enemigos a los imputados de delitos en contextos de género y que se sigan burlando sus derechos fundamentales durante el proceso penal».
En lo que hace al segundo aspecto –es decir, la posibilidad de obtener la suspensión del juicio a prueba por parte de una persona acusada de cometer un delito con violencia de género– la cuestión es harto controvertida.
Recordemos muy brevemente que la «probation» es un instituto que permite al imputado de ciertos delitos de baja o mediana gravedad reparar el daño y cumplir ciertas reglas de conducta para evitar una condena.
La Convención de Belem do Pará establece que los Estados se comprometen a fijar procedimientos legales justos y eficaces para la mujer que haya sido sometida a violencia, que incluyan, entre otros, medidas de protección, un juicio oportuno y el acceso efectivo a tales procedimientos. Una interpretación literal de la directiva llevó a que no pocos tribunales hayan señalado que resulta imposible el otorgamiento de la suspensión del juicio a prueba, ya que ello importaría incumplir el tratado, que impone la sanción del culpable a través de un juicio entendido como el debate previo a la condena o absolución de un imputado.
Esta postura ha tenido un fuerte respaldo de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, que en el conocido fallo «Góngora» ha señalado que los objetivos del tratado son compatibles «con la necesidad de establecer un ‘procedimiento legal justo y eficaz para la mujer’, que incluya ‘un juicio oportuno'»; la normativa imponía que «la adopción de alternativas distintas a la definición del caso en la instancia del debate oral es improcedente».
A partir del mencionado fallo, los tribunales del país fueron morigerando los efectos del precedente a través de varios argumentos referidos al papel que deben jugar tanto la víctima como el Ministerio Público Fiscal en el proceso penal. En tal sentido, se sostiene que el consentimiento libremente otorgado por la víctima y el consentimiento fiscal debidamente fundamentado permiten que el órgano judicial dé una respuesta más racional al conflicto penal y convalide la suspensión del juicio a prueba. Es que no resulta razonable que un juicio y una eventual condena sean la única respuesta a este tipo de situaciones. Soluciones pacíficas que reparen el conflicto, que contengan a la víctima y concienticen al imputado de la falta cometida y la necesidad de cambio son, en la mayoría de los casos, alternativas superadoras a la prisión y que no se contradicen con la Convención de Belem do Pará.
(*) Abogados