Luego de dos años de intenso trabajo, una comisión de notables firmó el anteproyecto de reforma del Código Penal. La reforma del Código Penal representa una tarea necesaria y urgente, sobre todo a la luz de los excesos, los desequilibrios y las incongruencias que pasaron a caracterizar el Código vigente, luego de las «reformas Blumberg» impulsadas de modo oportunista por el ex presidente Néstor Kirchner. Según las primeras informaciones que conocemos, muchas de las viejas incoherencias del Código han quedado resueltas en el proyecto nuevo.
El hecho de que la comisión de expertos estuviera compuesta por prestigiosos juristas y políticos de diversas proveniencias partidarias es por demás auspicioso: necesitamos contar con un Código capaz de receptar una pluralidad de puntos de vista, como los que hoy existen en nuestra sociedad. Por lo demás, el hecho de que -tal como todos los miembros de la comisión se han ocupado de destacar- el proyecto concertado refleje «acuerdos en un 90% de los casos» torna dicho compromiso todavía más atractivo.
Sin embargo, datos favorables como los mencionados no deben impedir que encendamos, otra vez, las luces de alarma. En particular, luego de la triste experiencia que hemos vivido en los últimos meses en torno a la reforma del Código Civil. El principal problema de ambas reformas es el mismo: una reforma que va a impactar sobre todos nosotros no puede quedar en manos de una elite, por más capacitada que sea.
Los riesgos propios de las reformas diseñadas por elites no se originan en la mala fe o la falta de capacidad de los expertos a cargo de la reforma: presuponemos la buena fe y la capacidad intelectual de sus autores. Sin embargo, como suele ocurrir, si las elites del caso no se abren al franco (re)conocimiento de las «voces ausentes» -las voces más débiles de la sociedad- la reforma comienza a sesgarse, imperceptiblemente, hacia territorios más cercanos al interés de sus autores y más alejados de las necesidades del resto de la población.
El paupérrimo proyecto de reforma del Código Civil auspiciado por el Gobierno nos ofrece una notable ilustración sobre los riesgos señalados. Así, siendo que el Código Civil trata, centralmente, sobre el derecho de propiedad, y siendo también que nuestro país vive desde hace décadas una seria crisis habitacional, el Código propuesto no dice nada sobre el angustiante déficit de vivienda que existe, y aun elimina una anodina referencia a la «función social de la propiedad». En cambio, y de modo casi irónico, el Código Civil proyectado incorpora referencias a los » countries «, el «tiempo compartido» y los «cementerios privados». Males propios de un derecho sesgado, escrito por una elite y pensado de forma aislada de todo genuino debate público.
En el ámbito penal, los riesgos señalados son mucho mayores, en razón de que dicha esfera del derecho se ocupa de los usos justificados de la violencia estatal. El riesgo, en este caso, es que la maquinaria represiva del Estado comience a ser utilizada por algunos en su propio beneficio. No se trata de un problema imaginario: una sociedad tan heterogénea como la nuestra cuenta con una composición carcelaria extremadamente homogénea. Sabemos que los «ricos y poderosos» tienden a permanecer «intocados» por el aparato penal; como sabemos que, luego de más de doscientos años de existencia, la pesada mano del sistema penal sigue recayendo, cotidianamente, sobre el mismo sector social de siempre. Entonces, una de dos: o es que existe un único sector social (genéticamente) predispuesto al crimen o es que contamos con un derecho penal escrito, aplicado e interpretado de modo sesgado. Esta segunda explicación, según entiendo, resulta más plausible.
Como en otras ocasiones, es posible que, otra vez, se quiera encubrir el diseño elitista de la nueva reforma con una fachada de discusión. Es probable que se nos diga que el Código va a circular por «múltiples foros sociales» y que va a estar abierto al «debate plural». Pero conviene anticiparlo: los fuegos artificiales de la discusión no bastan. Por el contrario, indignan. Convocar a «voces diferentes» para que hagan «terapia de grupo» frente a legisladores que ya han decidido lo que quieren hacer no tiene sentido.
Tampoco se trata de sugerir una vuelta al «populismo penal». Es sabido: el populismo penal es, simplemente, la contracara del «elitismo penal». El elitismo penal invoca los intereses de ciudadanos a los que nunca escucha, mientras que el populismo penal invoca la voluntad de un pueblo al que nunca convoca. El populismo penal señala la imagen ocasional de alguna víctima de un crimen, exigiendo castigo, y exclama: «Ahí está la voz del pueblo». Pero las voces del dolor no equivalen al «pueblo»; ni dicen todas lo mismo; ni son escuchadas cuando vuelve la calma. Y aunque merecen el mayor amparo, no son ellas las que deben marcar, por sí solas, la orientación de las políticas penales. Los populistas, sin embargo, toman esas voces arbitrariamente como excusa para reclamar lo que ellos quieren: un derecho penal más duro, más presente, con penas más severas. En definitiva, más oportunista. En esto suele diferenciarse de lo que dicen los expertos, que no quieren dejarse arrastrar por impulsos espasmódicos; que -con razón- rechazan abandonar la preocupación por las garantías a cambio de una mayor preocupación por las penas. Estas diferencias, de todos modos, no borran sus profundas coincidencias metodológicas: ni elitistas ni populistas propician un debate que los trascienda a ellos mismos.
De lo que se trata es de recuperar el diálogo, de volver a tender puentes entre el derecho penal y la democracia, para impedir que la ley siga apareciendo, ante la inmensa mayoría de la población, como una voz extraña, ajena, incapaz de reflejar sus necesidades y meditadas pretensiones. De lo que se trata es de ayudar a que todos los sectores empiecen a reconocer su propia voz cuando el derecho hable. Debemos impedir que una mayoría de la población siga relacionándose con el derecho sólo en carácter de víctima de éste. Necesitamos volver a conversar sobre los usos apropiados del aparato coercitivo estatal. Doscientos años de elitismo penal -de políticas penales sesgadas y frustrantes- deberían ser suficientes para decidirnos a pensar el derecho penal de otro modo.