Hemos conocido entre jueves y viernes pasados el video de policías salteños que torturan detenidos. El hecho es cualquier cosa menos una casualidad.
“No son policías, son delincuentes” sostuvo el ministro de Seguridad salteño. Una frase que busca tranquilizar pero que no es cierta.
La preocupante verdad es que son policías y actúan según un patrón, una cultura y un conjunto de intereses políticos, empresariales y mafiosos que no puede producir resultados muy distintos a estos.
¿Por qué alguien haría algo tan atroz? ¿Cómo puede construirse semejante nivel de complicidad que supone que todo un grupo actuaba de este modo? ¿Piensa alguien que era la primera vez que lo hacían? ¿No sabían otros compañeros lo que pasaba? ¿No parece en las imágenes y testimonios algo “naturalizado”? ¿No hay acaso una infinidad de antecedentes de tortura recientes, hechos públicos, entre ellos, lamentablemente, en las cárceles de Mendoza?
Estas son sólo un puñado de las cientos de preguntas posibles que muestran un sistema pútrido que encuentra en la demagogia punitiva su principal aliado.
El sistemático ataque a las garantías individuales que supone cada una de las andanadas “tipo Blumberg” a la que políticos cobardes responden con sumisión, refuerza la concepción de la policía como un sistema cerrado exento de controles, cada vez con mayor poder sobre los ciudadanos; y lo que es peor, la prepara como un grupo de choque contra pobres, jóvenes y otros grupos objeto de miedo de lo que Jauretche llamaba el “medio pelo” argentino.
Deben hacerse cargo los legisladores que firman proyectos de “mano dura” que cuando dan sus mensajes de “dureza” la consecuencia inevitable es ésta. No es creíble que no lo sepan.
Cualquier pibe de una villa sabe que el dedo le apunta a él. Los tienen abonados. En Salta como aquí. Son los que sufren los peores abusos. ¿Quién le enseñó esto a los policías?
Control político de la policía, fuerte control porque no se puede dar un arma en nombre del Estado a alguien que no esté sometido a un fortísimo control, protocolos estrictos de actuación, respeto de los derechos de cada habitante, desarme de la población civil, recuperación de los espacios públicos, inserción social y productiva, en un contexto como el propuesto en el “Acuerdo para la seguridad democrática” constituirían, de aplicarse, políticas inequívocas en el sentido opuesto a las que llevan a tener policías torturadores, y, muy probablemente, con resultados muy superiores en cuanto a reducción de indicadores de delito.
Sin embargo hay que destacar dos aspectos centrales.
Después de casi treinta años de gobiernos electivos y vigencia del estado de derecho es inadmisible continuar con policías que actúan como guardianes de los ricos y poderosos de nuestra sociedad. Con toda la carga de prejuicios, discriminación y abusos que policías con esta impronta cometen en contra de la población. No son los policías los únicos responsables, la autoridad política que fija líneas, prioridades, pautas de acción, tiene la primera responsabilidad en cuanto al marco de valores que se difunde.
Derechos humanos como una premisa fundante del accionar de las fuerzas de seguridad. El modo en que suelen presentarse los derechos humanos, como opuestos a la seguridad individual, es una falacia lamentable. Es precisamente lo contrario. El respeto a los derechos humanos es nuestro pacto de convivencia y debe ser garantizados a todos los habitantes. El policía es un actor fundamental para efectivizar este pacto de convivencia. Tenemos que revisar toda la carga de prejuicios de los policías con respecto a distintos grupos de personas que luego son víctimas de abuso. Pobres, jóvenes, prostitutas, travestis, homosexuales, adictos y muchos otros colectivos o identidades conocen bien la saña y el desprecio con que un oficial puede tratar a un ciudadano.
Un Estado que se asume popular, que decide construirse como casa de todos, no puede aceptar que los agentes que operan en su nombre descuiden, maltraten o vulneren derechos de ninguno de sus miembros. La dirigencia política no puede seguir mirando a otro lado o recurriendo a mentiras y engaños flagrantes de tipo “mano dura”. Pero los policías, los agentes, los de la esquina o el patrullero, harían bien en pensarse como actores activos de esta transformación, que supone antes que nada, saberse parte de pueblo, actuando para todos y cada uno, más allá de qué tanto les guste a ellos ese cada uno, y mirarse a sí mismos como servidores públicos. No de los ricos, no de los poderosos, sino de todos y por qué no, más de los más desamparados. Por qué no, un promotor, constructor, efectivizador de los derechos.