Luego de los doce años transcurridos desde la sanción de la Ley 448 de Salud Mental de la Ciudad de Buenos Aires, y pese a los cuantiosos recursos invertidos por las sucesivas gestiones del Poder Ejecutivo local, aún no se han adoptado políticas públicas para avanzar hacia el fin de la institucionalización y la segregación de las personas usuarias de los servicios de salud mental. En 2007, el CELS en su informe anual cuestionó la ausencia de voluntad política de las administraciones de turno para concretar una red de servicios de atención en salud mental favorecedora de la inclusión social y comunitaria. El panorama actual no es más alentador que aquel descripto en 2007, excepto por la ampliación del marco legal a partir de la sanción de la Ley Nacional de Salud Mental. Este marco ha generado algunos cambios importantes que, sin embargo, no son resultado del accionar del Poder Ejecutivo local, sino efecto de las políticas asumidas por el Ministerio Público de la Defensa a través de la DGN.22 (Unidad de Letrados de la Defensoría General de la Nación). Los logros consisten en la mejora de las garantías del derecho al acceso a la Justicia y del derecho a la defensa de las personas internadas en instituciones psiquiátricas públicas y privadas de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.

Es importante considerar la gravedad de esta situación para quienes continúan detenidos en esas instituciones. El tiempo transcurrido desde que existen las herramientas legales para iniciar una reforma que las devuelva a la vida en sociedad tendría que medirse al menos en el grado en que se han menoscabado sus capacidades de autonomía y sus oportunidades de desarrollo personal, y en las consecuencias inmateriales del debilitamiento o ruptura de sus lazos sociales. Por esta razón, es inaceptable que las autoridades actuales de la Ciudad hagan caso omiso del nutrido marco legal disponible y que se dejen llevar por la inercia de la institucionalización prolongada y el conservadurismo de la restricción de derechos fundamentales de las personas usuarias.

Lo que denominamos “inercia de la institucionalización”, como política privilegiada por parte de las distintas administraciones del sector salud, queda demostrado en los planes de inversión del erario. En 2012, la Ciudad destinó a la atención en salud mental 496.167.096 de pesos, cifra nada despreciable que equivale al 7,45 por ciento de la inversión global de la Ciudad en el sector. No obstante, los recursos de la salud mental fueron direccionados hacia los planes asistenciales tradicionales, concentrados de modo mayoritario en las instituciones psiquiátricas monovalentes. En consecuencia, el 94,25 por ciento de los recursos destinados a la atención en salud mental son administrados por cuatro hospitales y dos centros dedicados exclusivamente a estos fines. Esta política hospitalocéntrica infringe de modo directo la Ley Nacional de Salud Mental. Además, favorece la discriminación, restringe los derechos ciudadanos de las personas que permanecen internadas y tiende a reforzar los estereotipos sociales según los cuales las personas usuarias de los servicios de salud mental son seres extraños y peligrosos que deben ser encerrados o atendidos en un ámbito diferenciado de aquellos dedicados al abordaje de los demás quebrantos de la salud.

El contexto anterior se agudizó con la actual administración de la Dirección General de Salud Mental (DGSM) de la ciudad de Buenos Aires, que debutó en octubre de 2011 con medidas dirigidas a evadir el control judicial sobre la función pública que desarrollan las instituciones de su dependencia. Esas medidas fueron seguidas por acciones y decisiones políticas que marcan una postura contraria a la promoción y fortalecimiento de las experiencias de atención ambulatoria y comunitaria de la salud mental.

En primer lugar, la DGSM dio a los directores de los hospitales la orden de sancionar a los empleados que respondieran preguntas del Ministerio Público Tutelar. De este modo, la DGSM desconoció abiertamente la tarea de contralor que le corresponde a ese organismo por mandato constitucional. Inducir al hermetismo a las instituciones psiquiátricas y pretender sustraerlas de los mecanismos de control existentes se convierte en un incentivo al ocultamiento de los abusos de poder que han caracterizado históricamente a este tipo de lugares.

En segundo lugar, la DGSM aprobó los pliegos para la licitación del Servicio de internación prolongada de pacientes psiquiátricos y pacientes gerontopsiquiátricos. La licitación ascendía a casi trece millones de pesos para un total de sesenta camas de internación psiquiátrica prolongada. Esta acción refuerza el modelo asilar de largo alcance y es contraria al deber del Poder Ejecutivo de asegurar que todas las instituciones de salud mental adopten la modalidad de abordaje establecida por la ley. Un agravante es que se asignan recursos públicos al sector privado para la internación prolongada, lo cual expone a quienes utilicen estos servicios a mayores vulneraciones de sus derechos, ya que el funcionamiento de los mecanismos de control legalmente previstos es menos eficaz en las instituciones psiquiátricas privadas.

Otra medida cuestionable fue la desarticulación del Programa de Atención Comunitaria de Niños y Niñas con Trastornos Mentales Severos (PAC), que, si bien dependía del Centro de Salud Mental Nº1, funcionaba por fuera de su ámbito físico. Este servicio beneficiaba a cerca de 250 niños y jóvenes, algunos en situación de institucionalización en hogares, a fin de constituir redes de contención sociofamiliar a favor de la recuperación integral de la salud. Con la reforma de este programa, la DGSM porteña dio marcha atrás a una experiencia que trabajaba con miras a la reconstrucción del tejido social de los niños y niñas en su propio entorno, es decir, no para retenerlos en las instituciones, sino para que pudieran sostenerse y construir su identidad fuera de ellas. En oposición a este enfoque, el PAC fue reubicado en la órbita del Hospital InfantoJuvenil Dra. Carolina Tobar García. Se trata de otro ejemplo que demuestra la negativa de las autoridades competentes a apuntar hacia una atención en salud mental que trascienda los muros hospitalarios.

En este contexto, es preciso destacar que el debate público en torno de la salud mental se ha alejado de los debates estratégicos para impulsar un cambio de modelo en la atención de la salud mental. Por el contrario, estas y otras medidas regresivas llevan el agua de la discusión hacia el molino de la defensa a ultranza del hospital público, con respuestas erráticas facilitadas por el deterioro edilicio en la mayoría de las instituciones psiquiátricas, así como por los intentos de poner en marcha la construcción de un Centro Cívico en el predio del Hospital José T. Borda. En efecto, uno de los principales temas de debate público sobre salud mental fueron los intentos de derribar parte del controvertido Hospital Borda. Si bien esto reafirma que los planes desarrollistas en la Ciudad se imponen sobre los derechos de las personas que envejecen en el manicomio, desafortunadamente esta problemática se ha convertido en un distractor que posterga la discusión de fondo y polariza los discursos. En el discurrir del debate, las posiciones se dividieron entre defender el Borda y defender el Centro Cívico.

Ante este panorama, se dejó de interpelar el modo en que se están invirtiendo los millonarios recursos disponibles en la Ciudad para la salud mental, y las finanzas continuaron destinándose en contra de modos de abordaje que garanticen los derechos de las personas usuarias de los servicios de salud mental.

* Fragmentos del Informe 2013 Derechos humanos en Argentina, que el CELS dio a conocer la semana pasada; capítulo “El dilema de los derechos humanos de las personas con discapacidad psicosocial. Entre el reconocimiento de la norma escrita y la insuficiencia de prácticas transformadoras” (Ed. Siglo XXI).

 

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