Si una persona desprevenida leyera en un decreto las palabras “superioridad”, “jerárquico”, “subalterno”, “reclutamiento”, “firmeza”, “dependencia”, “disciplina”, “estar siempre conforme con su estado y situación”, “sometimiento”, “sujeción”, podría pensar que se trata de una fuerza de seguridad que se está preparando para una guerra bajo un régimen autoritario. Pero no.
Si esta persona siguiera leyendo un listado de prohibiciones de más de 100 enfermedades, dolencias y géneros autopercibidos, podría pensar que es el vademécum de una obra social. Pero no.
Supongamos que, como no entiende lo que lee, sigue para saber de qué trata este decreto, y se encuentra con la cantidad de centímetros que tiene que tener cada distintivo; podría pensar que ya es una exageración.
Pero, como sigue sin entender, continúa leyendo el milimetraje de las patillas del cabello autorizado y podría pensar que se trata de esos viejos reglamentos del siglo XVIII que el filósofo Michel Foucault encontraba en los anaqueles de las bibliotecas francesas y que le encantaba diseccionar. Pero tampoco.
En una parte, nuestro lector desprevenido lee que se asemeja “el hermafroditismo” a la hipospadías y a la orquitis y al embarazo, en tanto todas son causales de no inclusión, y pensaría que se trata de las vetustas taxonomías de los positivistas del siglo XIX. Pero no.
Lo que está leyendo nuestro desprevenido lector es el anexo I del decreto 763 emitido por el Poder Ejecutivo de Córdoba a instancia de la Jefatura de la Policía. Es una norma que reglamenta la Ley de Personal Policial de la Provincia de Córdoba número 9.728, y la fecha de publicación en el Boletín Oficial es el 15 de agosto de 2012, bajo un gobierno democrático y en un Estado de derecho.
Oportunidad perdida. El decreto se hizo tristemente famoso por prohibir el ingreso a la policía de personas con amputaciones del pene o de alguna de las falanges. Sin embargo, lo sustancioso del texto es que, teniendo el Poder Legislativo la histórica oportunidad de dictar una ley policial democrática y la ocasión de hacer la tan necesaria y reclamada reforma y modernización policial, las haya desaprovechado.
La normativa insiste en un modelo policial basado sobre dos estamentos que funcionan hacia adentro de la fuerza como sendas castas: oficiales y suboficiales. Los primeros conformarán “la superioridad”; los segundos están condenados a la “subalternalidad”, tanto en lo que deben soportar de los “superiores” como en sus salarios.
Insiste en la verticalidad de la Policía, que refuerza el espíritu corporativo y autoritario, lo que termina produciendo un aislamiento de los policías de sus grupos originarios de pertenencia.
Reafirma la prohibición de sindicalización. Pese a ser los policías trabajadores, se insiste en la esencialización de la tarea policial, construyéndolos como héroes con vocación de servicio y no como trabajadores del sector público. De hecho, para la normativa se es policía y no se trabaja de tal.
Ratifica el decreto 1.753/03, que establece el régimen disciplinario de la Policía, el cual contiene sanciones por infracciones tan absurdas como la de contraer deudas con personas de mala reputación o acatar las decisiones de asociaciones gremiales, o la no adopción de la debida compostura ante un superior o prestarse a entrevistas sin autorización. Estas infracciones son tan vagas, ambiguas y discriminatorias que merecen los mismos cuestionamientos constitucionales que el Código de Faltas.
En síntesis, teniendo la posibilidad de hacer de la Policía una fuerza de seguridad democrática, copia el modelo policial de principios de siglo 20, cuando esta se constituyó a imagen y semejanza de las fuerzas armadas, las cuales fueron preparadas para combatir a un enemigo externo y con poco apego por el respeto por los derechos.
¿Y las prácticas? Las prácticas policiales –aquellas que las normas no nos dicen, sin embargo– son coincidentes con lo que plantea la legislación vigente en la provincia de Córdoba. Triplicar en poco menos de 10 años la cantidad de policías, acrecentar los detenidos por infracción al Código de Faltas mediante el disciplinamiento social de los sectores más vulnerables con el único objetivo de engrosar estadísticas y aumentar el presupuesto en seguridad pública no implicó en lo más mínimo aumentar la seguridad de los ciudadanos.
La palabra “seguridad” ha sufrido un recorte ideológico en boca de periodistas y políticos, por la que ahora se entiende como sinónimo de la evitación del delito callejero. Incluso en esos términos tan obturados de la seguridad, la política criminal cordobesa ha fracasado.
Podemos repetir hasta el hartazgo que el Código de Faltas es un instrumento inconstitucional que restringe derechos y legaliza violaciones a los derechos humanos. Sin embargo, habrá personas que consideren viable, y hasta deseable, que el Estado provincial menoscabe las libertades de algunos para otorgar seguridad a otros.
Supongamos que esto fuera así y que el fin justificara a los medios. El problema del modelo policial es que, además de restringir derechos y de valerse de leyes inconstitucionales, es ineficiente en la conjuración del delito, como así también en disminuir la violencia social o prevenir hechos callejeros.
Nuestro lector desprevenido deberá entender que tener leyes inconstitucionales e ineficientes es sólo parte del show de la demagogia punitiva, pero que una política de seguridad democrática se construye de otra forma.
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