No sé —o al menos no queda claro— si estas líneas de Böhmer constituyen una posición a favor de la «corbata». Entiendo que se trataría, antes bien, de un alegato a favor de por qué habría que vestir bien y/o evitar una familiaridad «guaranga». Pero en la medida en que soy parte de aquéllos que están en contra de la obligación de usarla me gustaría realizar unas breves aclaraciones.

En primer lugar, que al menos en mi opinión no usar “corbata” no es sinónimo de ir vestido de manera impresentable, desalineado, sin bañar, etcétera. Se trata de cuestionar la obligatoriedad explícita o implícita de utilizar un uniforme —la corbata actualmente o el pelo corto en otros tiempos— como si fuera señal de respeto o, más importante aún, de dignidad para ejercer la magistratura o para alegar frente a ella. El respeto, entiendo yo, no deriva de tal o cual vestimenta. Se gana a fuerza de trabajo diario y de demostrar predisposición para oír a una parte y/o a un cliente. En definitiva, de la vocación constante de trabajar por una justicia menos violenta, más justa y más cercana a las partes.
Luego, que no hay que perder de vista que esta discusión se originó luego de que un juez intentara suspender una audiencia por el hecho de que un abogado no llevaba corbata. En otras palabras, a raíz de que un juez pretendió suspender una audiencia por un motivo no estipulado legalmente y, como tal, por un capricho y/o un acto de arbitrariedad. Esto es grave.
Por último, que comportamientos de esta índole y pronunciamientos como el de la FACA revelan que muchos magistrados y letrados —sobre todo los que les encanta subrayar que por disposición legal deben ser tratados como tales— se ven a sí mismos como ciudadanos de otra clase. De aquélla que exigiría no sólo mayor respeto y decoro, sino también, emplear un lenguaje especial, el castellano antiguo, que los posicione por encima del resto de los mortales. Si fuera imputado, víctima o letrado de alguna parte, me sentiría más cómodo, seguro y confiado si el ejercicio del servicio público de administrar justicia estuviere a cargo de un juez que pregone la familiaridad “guaranga” antes que por alguno que se crea parte de una casta.
Fernando Gauna Alsina
JUECES CON CORBATA… ¡Y PARA SIEMPRE!
Por Nicolás  Vargas y Fernando Gauna Alsina
Mientras escribimos estas líneas, y a raíz de un episodio protagonizado por un juez de la provincia de Chubut que intentó suspender una audiencia porque un abogado no llevaba corbata, vuelve a surgir un viejo reclamo de un sector de los empleados judiciales, abogados, procuradores y usuarios del servicio de justicia de todo el país: concurrir a los tribunales vestidos como les agrade a partir del respeto por las individualidades y la libertad de vestir.
Ahora bien. Se trata de una disputa difícil, pues se contrapone con el prototipo o modelo de operador judicial que deriva de las ideas arcaicas y conservadoras que aún siguen calando hondo en gran parte de los integrantes del servicio público de administración de justicia. Este sinsentido lo explicó en su momento muy bien Mario Wainfeld, al decir que “…es intrínsecamente reaccionario y castrense pensar que llevar un uniforme dignifica a las personas. Pero lo es aún más pensar que solo las personas que llevan ese uniforme son respetables o aptas para reclamar los servicios públicos del Estado. Tal proclividad ideológica no es nueva: hubo una época en la Argentina en la que el Estado, que también se dedicaba a otras lindezas, prescribía con severidad el largo de pelo, el tipo de ropa, etcétera de los ciudadanos y sancionaba con variado rigor sus transgresiones….”.
En estos casos —el episodio actual, aquél que motivó las líneas del cronista de Página/12 y otros que ocurren a diario pero que no trascienden más allá de tribunales— el centro de la discusión se concentró en que la circunstancia de que no llevar corbata implicaría una falta de respeto y decoro. La idea de por sí sola es absurda y descabellada. Y no solo por vincular y sobreponer algo tan superficial como la vestimenta con cuestiones que realmente dignificarían la profesión, como la defensa celosa de los intereses del cliente, la honestidad intelectual o actuar en forma leal durante el proceso. También lo es porque implica lisa y llanamente darle mayor entidad que a la función jurisdiccional en sí misma. Es decir, a resolver o apaciguar conflictos entre los verdaderos protagonistas del litigio, las partes.
Ello no sorprende en un ámbito donde las formas son más relevantes que el fondo; donde el secreto es la regla y la publicidad un anhelo; donde los plazos únicamente corren para los litigantes y una decisión jurisdiccional a tiempo es solo una expresión de deseos; donde un funcionario público —porque quien trabaja de juez, no es más que eso— exige que lo llamen “Su Señoría” o “Su Excelencia”, como lo demandaba un noble en el medioevo. Exigencia esta última, dicho sea de paso, que no se circunscribe al vínculo entre el juez y las partes, pues es del todo usual que los integrantes de una cámara de apelaciones exijan lo propio —que los llamen Vuestra Excelencia— a los jueces de primera instancia, como si existiese entre ellos una relación de superioridad.
Cerramos esta nota con la novedad de que la Federación Argentina de la Magistratura se encuentra promoviendo una acción judicial ante la Corte Suprema de Justicia de la Nación con el propósito de obtener la declaración de inconstitucionalidad del artículo 156 de la Constitución de la provincia de Salta, que establece que los magistrados del máximo Tribunal de Justicia duran seis años en sus funciones, pudiendo ser designados nuevamente por igual procedimiento y período. A sus ojos, un lapso de seis años de ejercicio asegurado en la magistratura —renovable cuanto menos por otro tanto, lo que lo llevaría a doce— no bastaría para garantir independencia judicial. Exigen un cargo vitalicio, pues solo así —parece— podrían realizar y cumplir con su trabajo.
Con todo, el Ministerio Público Fiscal ha dictaminado que la previsión de la Carta Magna provincial no se contrapone con disposición alguna de la Constitución Federal, lo que constituye una bocanada de aire fresco en un escenario como el que describimos aquí. Actualmente, el caso se encuentra en condiciones de ser resuelto por la Corte, de manera que tiene en sus manos una posibilidad histórica: generar un precedente a favor de la periodicidad de los cargos del Poder Judicial.
A lo que apuntamos, es que la exigencia de la corbata, el trato honorífico y un cargo vitalicio no hace otra cosa que revelar que a juicio de algunos integrantes del Poder Judicial su labor en la esfera del servicio público de administrar justicia -en el mejor de los casos de resolver conflictos- no es un trabajo que deban honrar. Se trataría del ejercicio de una virtud —»la justicia”— que los coloca por encima del resto de la ciudadanía, que debe ejercer en forma perpetua y merece que los honren a ellos. Y no de cualquier modo: bien vestidos para no ofender su decoro.
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