Temps era temps

         Temps era temps un pibe (su edad no es tan importante) solía mirar la Luna, quizás porque no tenía una tele 3D, ni esos maravillosos celulares nuevos. Correteaba a su lado un perro de raza infame a quien solo llamaba «Perro». Algunas noches lo llevaba a una placita, de hamacas rotas y de toboganes que solo tenían «bajada». El chico no era ni bueno ni malo, sino más bien invisible, como arrojado a un mundo que le era tan grande como ajeno.

Dicen en la TV que tomó prestado, pero sin pedir autorización, uno de esos celus, solo para saber que tan maravilloso había adentro, que todos los miraban sin parar. Convengamos que, como siempre usaba la misma ropa, no fue difícil detenerlo. Un móvil policial, tres agentes, y doce móviles de la TV, cuyos reporteros no ahorraron adjetivos para calificarlo.

Lo metieron en una celda de 2 x 2, no las dimensiones del recinto que eran más exiguas, sino el número de presos que estaban ahí. A veces y generalmente no, le daban de comer unos fideos de color indescifrable sumergidos en un líquido inexplicable. Una vez, vino a verlo un abogado y eso hizo: lo vió sin decir palabra alguna.

Por las noches, desde su mínima ventana, miraba la Luna, pensando que su perrito andaría por ahí buscando mendrugos, que a la plaza no la iban a mover, aunque quizás la enrrejaran.

Cuentan que un guardia le mentó a la madre y él, que no la tenía, le respondió «… andá botón», lo que -como se sabe- es una falta penitenciaria gravísima. Lo levantaron de los sobacos y a las patadas lo metieron en un «buzón», donde resistió como pudo el paso del infinito día.

Lo que no pudo aguantar fue el perder la Luna. Hasta llegó a pensar que lo había abandonado para siempre. Tenía sus zapatillas, pero con un solo cordón. Quiso creer que desde el lugar al que le tocara ir, recuperaría su único bien: la Luna que siempre miraba.

A la mañana siguiente, llegó el comisario, que bajó de un auto de comisario y con voz de comisario preguntó a los gritos «¿Quién fue el pelotudo que le dejó puesto los cordones?». El cabo lo corrigió: «Un cordón mi comisario». «Bueno, lo mismo, un chorro menos».

Lejos de ahí, un médico garabateó «muerte por causas naturales», lo que no era mentira. Colgado de un cordón anudado al cuello, durante toda la noche, era natural que se muriera.

La luna, bueno, sigue ahí, porque como el pibe tampoco tiene a donde ir.