La idea de organizar un simposio sobre proyectos teatrales llevados a cabo en prisiones surgió precisamente junto a la tumba de Heiner Müller. Allí, en medio de un invierno berlinés, hace tres años, se reunieron, por iniciativa de la dramaturga y experta en Latinoamérica Hedda Kage, miembros del grupo de teatro carcelario aufBruch y Jacqueline Roumeau, realizadora y directora de la Corporación de Artistas por la Rehabilitación y la Reinserción Social a través del Arte (CoArtRe). “Nos sorprendió que Jacqueline Roumeau llevara diez años haciendo teatro en prisiones de Chile. En las conversaciones posteriores nació la idea de que aufBruch hiciera algún trabajo en una prisión chilena. Y al mismo tiempo se nos ocurrió la idea de hacer el simposio, a fin de aprender más sobre la realidad del teatro hecho en cárceles en América Latina, poner en marcha un intercambio con las experiencias europeas en ese sentido y, gracias a ello, fortalecer la posición del teatro que tiene a las cárceles como contexto”, nos dice el escenógrafo y cofundador de aufBruch, Holger Syrbe.

En el año 2009, aufBruch viajó por primera vez a Chile y firmó un acuerdo de cooperación con CoArtRe, con la justicia chilena y con el Instituto Goethe. El proyecto fue financiado en lo fundamental por parte chilena –con recursos de los Fondos de Cultura del Bicentenario– y pudo realizarse gracias al apoyo logístico, personal e intelectual del Instituto Goethe de Santiago de Chile, que puso a disposición sus instalaciones. En la cárcel de Colina 1, situada al norte de la capital, aufBruch trabajó en la puesta en escena de ¡Vamos al Oro!, que fue objeto de gran atención y se estrenó en diciembre de 2010. Se trataba de un montaje hecho a partir de elementos de la obra de Bertolt Brecht Ascenso y caída de la ciudad de Mahagonny, de la pieza de Pablo Neruda Esplendor y muerte de Joaquín Murieta y del Diario del Che Guevara. El director Peter Atanassow impresionó en este caso con su recurso estético más importante: unos imponentes coros que recuerdan la práctica teatral de Einar Schleef. A pesar de las barreras idiomáticas del principio, consiguió acoplar a los prisioneros chilenos para formar un coro homogéneo.

Medio año después se concretó el proyecto complementario. En julio de 2011, Jacqueline Roumeau llevó a escena, con presos del centro de reclusión de Sajonia Zeithain, la obra Terror en el Pacífico. Con ello recreó la historia del crucero alemán Dresden, que durante la Primera Guerra Mundial burló a la Marina británica en las ensenadas de la Tierra del Fuego y cuyo capitán dio la orden de hundir el propio barco en la isla de Robinson Crusoe, frente a las costas de Chile; la tripulación sobrevivió a la guerra en un campo de internamiento chileno, aunque gracias también a que sus hombres se dedicaron a la cría de gallinas y al cultivo de huertos. Roumeau tradujo la ajetreada deriva de la tripulación y su barco a una coreografía melancólica en la que unos escenarios provistos de ruedas eran empujados de un lado a otro. Ese atropellado viaje funcionó como una metáfora de los extraviados ires y venires en las biografías de algunos de los reclusos que participaron como actores aficionados.

La puesta en escena fue presentada en el marco de “Cárcel y teatro”. Bajo este título tuvo lugar, en julio de 2011, el segundo Simposio Internacional de Teatro en la Cárcel, celebrado en las dependencias del Instituto Cervantes en Berlín.

Diferencias y coincidencias

El resultado de este doble intercambio entre Chile y Alemania fue un cúmulo de experiencias en el campo de objetivos similares, a los que se aspira a llegar a través de métodos de trabajo que son disímiles a nivel individual. Lo más importante era evitar los riesgos de ciertas disposiciones de mente postcoloniales y reconocer las diferencias marcadas por la cultura. Al mismo tiempo, el trato personal de los distintos protagonistas, provenientes de ocho países europeos y cuatro latinoamericanos, trajo consigo un vínculo más estrecho entre todos. Y ésta es una ganancia que se puede hacer valer a fin de que se le preste una mayor atención en el futuro a esta forma artística.

Las mayores diferencias podían inferirse al prestar atención a la infraestructura. Porque mientras que en Santiago, la noche anterior a la presentación de la obra de Roumeau Sangre, cuchillo y velorio en la Penitenciaria de Santiago, a pocas estaciones de metro, en la prisión de San Miguel, se desataba un incendio con ochenta y un muertos entre los presos, el centro penitenciario de Berlín Tegel sorprendía con el ambiente apacible de un pequeño estanque, en cuyas orillas crecen las flores que los propios presos riegan y podan. Tegel, la prisión de hombres más grande de Europa, es el hogar del grupo aufBruch.

Tampoco podía ser mayor el contraste entre la nave deportiva perfectamente equipada de la penitenciaría de Zeithain, en Sajonia –en la que Roumeau presentó su versión de Terror en el Pacífico–, y el almacén de techo agujereado y las paredes acribilladas de la prisión de Colina 1, en la que el director de aufBruch, Atanassow, llevó a escena su ¡Vamos al Oro! No obstante, la directora chilena ha encontrado asombrosos puntos en común en las interioridades de la estructura. “Tenía la idea de que en Alemania todo funcionaba al cien por cien. Sin embargo, luego hubo aquí también algunos roces en la organización que significaron una pérdida. Si algo he comprobado es que el trullo es el trullo. Es algo que no se puede planificar a la perfección”, opina Jacqueline Roumeau.

Para ella, la diferencia más relevante es la siguiente: “Los presos alemanes muestran un aspecto muy firme y rígido. Los chilenos prefieren moverse. Ellos saben traducir de inmediato una propuesta, mientras que los alemanes tienen que filtrarla por la cabeza antes de empezar a actuar”. Asimismo añadió que, en Alemania, cuando se trataba de bailar, los prisioneros de origen árabe reaccionaban de inmediato, mientras que los alemanes se mantenían más reservados.

Observaciones similares ha hecho su contraparte, el director Peter Atanassow: “Los chicos de Colina, sencillamente, sabían cantar y moverse. Esas habilidades están menos difundidas en Alemania. Allí predominan los estereotipos de la escena juvenil, como por ejemplo, el hip-hop. Pero en Chile, la gente crece rodeada de bailes populares y canciones. Tales tradiciones le proporcionan una fuente riquísima a un director de teatro. Los chilenos también tienen una relación diferente con la proximidad física. Es mucho más obvio lo de tocarse mutuamente, y dar énfasis a las palabras propias con el contacto físico. Hay una mayor tolerancia frente al cuerpo del otro, y también una mayor añoranza”, plantea Atanassow al comparar las experiencias alemanas y chilenas.

Sin embargo, el efecto ejercido por el teatro en los reclusos muestra pocas diferencias. Se despierta en ellos el amor por una nueva forma de expresión. “Aquí he descubierto algo completamente nuevo. Quisiera seguir haciendo teatro cuando esté fuera”, dice Philipp Trotz, que asumió el papel de capitán en Terror en el Pacífico.

“Hago teatro por amor a la actuación”, dice con énfasis Paul Serrano. Este chileno, que hace el papel de la viuda Begbick en la puesta en escena de Atanassow de ¡Vamos al Oro!, nos dice: “Fuera me veo a menudo obligado a representar algún papel delante de la policía. En ese caso se trata de pura estrategia de supervivencia, se trata de defender mi libertad. Aquí, en cambio, hago las cosas por mero amor”. Para representar a la matrona del burdel, Serrano movilizó toda su astucia y su capacidad para hacer chistes, su carisma y su habilidad para imponerse, y con ello hechizó a un público compuesto en su mayoría por reclusos. A la alegría de poder aplicar sus dotes histriónicas por una vez no con propósitos profanos –aunque igual de importantes para la supervivencia– se une, en el caso de Serrano, el orgullo por haber “creado algo como grupo”. “Juntos hemos hecho en estas semanas algo de lo que no teníamos noticia antes, ni siquiera sabíamos que seríamos capaces de hacerlo. Con ello, al mismo tiempo, enviamos un mensaje a la gente de ahí fuera: somos seres humanos, seres humanos completamente normales, no somos monstruos”. Ese orgullo por lo hecho también se transparentaba en los ojos de los actores de Terror en el Pacífico y de Don Quijote, una nueva puesta en escena de aufBruch, realizada para la parte berlinesa del simposio.

“Con nuestro trabajo, otorgamos a la vida de los reclusos un sentido”, dice convencido Alfred Haberkorn, director del departamento de terapia artística de la penitenciaría de Zeithain, que apoyó con vehemencia la producción de los artistas chilenos.

Autodescubrimiento y superación continua

El artista teatral sueco Jan Jönson puso de manifiesto, tanto de este lado del Atlántico como del otro, qué alturas emocionales puede alcanzar esta producción de sentido. En algunas performances realizadas en Santiago y Berlín, Jönson describió cómo durante su labor teatral en la tristemente célebre prisión de alta seguridad estadounidense de St. Quentin algunos peligrosos criminales se adentraron tanto en los textos de Samuel Beckett que no sólo se fundieron con su lenguaje, sino que llegaron a convencerse de que el dramaturgo franco-irlandés les había puesto a disposición por fin las palabras con las que podían hablar de su propia vida. Jönson describió un proceso fascinante de autodescubrimiento y de superación continua.

El peligro de idealizar ese proceso y de extrapolarlo de un modo irreflexivo a todos los participantes en proyectos de teatro carcelario se diluyó, por lo menos para el autor, tras una conversación con Héctor. El actor, que encarnaba el papel de una prostituta en la obra ¡Vamos al Oro!, mantiene con sobriedad su carrera actoral como algo circunscrito únicamente a la prisión. “Aquí dentro trabajo como actor, bien, pero cuando esté fuera retomaré mi antigua profesión”, aclaró el recluso con desenfado, al tiempo que, con un ilustrador gesto, representaba el momento de amenazar a alguien con una pistola. “Si eres actor, tienes que trabajar todos los días, en mi oficio basta una acción al mes”, añadió, calándose el sombrero de atrezzo.

No cabe duda de que Heiner Müller, el mudo testigo de la hora en que vio su alumbramiento este doble festival de teatro carcelario, soltaría una sonrisita irónica si llegara a enterarse de la actitud de Héctor. La realidad social deja en el hombre, como se sabe, una huella más profunda que la actuación sobre un escenario. El hecho de que su potencial, a pesar de todo, sea enorme, se puso claramente de manifiesto en el transcurso de este intento simbólico de tender puentes entre Santiago de Chile y Berlín.

Tom Mustroph
estudió Ciencias de la Cultura, del Teatro y de la Literatura, en Berlín y París, y trabaja en la actualidad como escritor y asesor dramático autónomo en Alemania e Italia. Se interesa por cuestiones morales en los terrenos del teatro, el arte y el deporte. Durante el invierno 2010/2011 emprendió un largo viaje de investigación por Argentina y Chile.

Traducción del alemán: José Aníbal Campos
Copyright: Goethe-Institut e. V., Humboldt Redaktion
Diciembre 2011

Fuente: http://www.goethe.de/wis/bib/prj/hmb/the/156/es8622853.htm