Me ha resultado más que simpático que jueces y funcionarios judiciales en materia penal, instados por la Asociación Pensamiento Penal, se hayan pronunciado públicamente sobre la tenencia de sustancias prohibidas con una fórmula linguística genérica y, más aún, sobre la necesidad de variar totalmente el paradigma de la política estatal sobre esas sustancias y sus consumidores, en el sentido general de evitar la punición del consumidor conforme a fallos conocidos de nuestra jurisprudencia. En verdad, todo delito que amenaza pena al autor por la tenencia de algo, esto es, por algo que no describe una acción —la de apoderarse (ingresar en poder de) o adquirir, por ejemplo— ni la omisión de una acción —el deber de destruir ciertas cosas——, sino que únicamente significa la relación de una persona con una cosa o el dominio del autor sobre una cosa, resulta de dudosa constitucionalidad por escasa definición conforme al principio de legalidad que rige al Derecho penal (lex stricta); ¿se trata de una acción o de una omisión?, por ejemplo para este último caso, la de destruir aquello que otro ha traido a mi dominio sin mi consentimiento. Pero más verdad aún es afirmar que éste es un claro ejemplo, al menos en el caso del consumidor, de un delito de peligro abstracto, todavía más, de un delito de anticipación, que no consiste en algún resultado o en alguna acción disvaliosos, sino que es punible con la prisión tan sólo en vista de riesgos futuros, por tanto meramente eventuales, imposibles de confirmar en el presente, que en el caso del consumidor ni siquiera se observan claros. A este tipo de Derecho penal yo lo he rotulado Derecho penal preventivo, en el sentido de que su punición no responde a un reproche dirigido al pasado, a lo que ya ha sucedido, sino que, por lo contrario, se direcciona hacia el futuro, hacia peligros eventuales o a la peligrosidad del autor (Derecho penal de autor, propio de sistemas penales autoritarios, en lugar del Derecho penal de acto, propio del Estado de Derecho). La multiplicación exponencial —tanto desde el punto de vista de la cantidad de estos delitos como de la pena amenazada— es uno de los factores principales de aquello que calificada teoría ha señalado, simpáticamente, como inflación punitiva o, más descriptivamente, como neopunitivismo.
Sin embargo, la política penal oficial insiste —y hasta creo que así retruca la opinión sanitarista, si se me permite la expresión vulgar— en la guerra contra las drogas, combate para el cual, según nuestro Sr. presidente, sería útil que intervinieran las fuerzas armadas, con educación direccionada para ello, fuerzas que, según nuestras leyes, sólo pueden ocuparse de la seguridad exterior, esto es, de la defensa de nuestro territorio soberano. De paso, así responde el gobierno a los requerimientos más o menos velados del Estado americano del norte que sin duda lidera este rincón del mundo.
Desde el punto de vista del consumidor, la política oficial belicista no parece excluirlo del bando enemigo ni promete curar las heridas de guerra —derogación legal del consumo, al menos para ciertas sustancias o ciertas aplicaciones—, sino antes bien, como sucede hasta ahora, valerse de él —incluso con toda la afectación que ello representa para la vigencia de los derechos humanos—, como último eslabón débil de una cadena, para obtener un resultado que represente disminución del tráfico ilegítimo, ligado al primer eslabón pletórico de riqueza de la cadena, resultado que hasta la fecha nunca ha sucedido, ni aquí ni en otras partes del mundo. En cambio, el único aumento seguramente sucedido ha sido, como siempre en el Derecho penal, el de los internos carcelarios pertenecientes a clases de población paupérrimas y vulnerables: exclusión final de los ya excluidos del sistema social o destino social de los pobres.