¿Cómo trabaja la Procuvin en relación con las violaciones de los derechos de mujeres encarceladas?

A. C.: –En varios planos. Uno de ellos es relevar cómo trabajan el Ministerio Público Fiscal y el Poder Judicial en las cárceles, y en el caso de las de mujeres, el desafío en la etapa inicial es lograr captar la vivencia de la persona a través de sus testimonios. La Procuvin se creó en marzo, así que es necesario ganar la confianza con cautela. A la vez hacemos inspecciones en los penales y trabajo directo en la recepción de denuncias de familiares. En principio vemos que hay una absoluta inadecuación del tratamiento penitenciario a lo que es la identidad de género y eso se traduce en la privación del derecho a la justicia.

¿Cuántas mujeres hay en las cárceles actualmente?

–Hay un incremento. Hoy en el sistema federal son alrededor de 900 mujeres sobre una población de más de 12.000 personas. Hay cifras “negras” y se está haciendo un registro único. La mayoría es de países limítrofes, extranjeras que pierden contacto con sus núcleos familiares porque las trasladan lejos de sus lugares de origen, lo que es una reinstalación del exilio o el confinamiento y las deja en un mayor grado de vulnerablidad ante situaciones de violencia que no tienen atenuantes. Son mujeres jóvenes, en muchos casos madres, lo que indica que hay quizá una relación entre la decisión de afrontar un riesgo a través de una conducta ilícita con la necesidad de sobrevivir. Predominan los delitos vinculados con el narcotráfico, y delitos menores contra la propiedad. Un análisis posible es que las mujeres solas en condiciones vulnerables y de emergencia son captadas por las redes de narcocriminalidad como salida para obtener un sustento y afrontar situaciones familiares que no se adecuan al modelo tradicional, religioso, de padre, madre y dos hijos.

¿En qué condiciones se encuentran con respecto a sus derechos?

–Como enfoque general, la situación de las mujeres en los sistemas penitenciarios que estuvimos inspeccionando es igual a la de todas las personas detenidas: gravísima. Son condiciones infrazoológicas, fosas de muerte, lugares donde –Raúl Zaffaroni lo dice– se aplica una pena de muerte aleatoria sea cual sea la identidad de género. A partir de eso, si analizamos el género femenino o la situación de personas trans, todo se agrava. Entendemos que la cárcel reafirma y potencia lo que en la vida en sociedad una mujer tiene como padecimiento. Debe remontar la desventaja de la desigualdad cultural, del mercado de trabajo, el lugar marginal dentro de la sociedad y a la vez, por la propia función del delito en el sistema criminal, se ve muy acentuada la impronta clasista. La mayoría de la población es pobre, pero el caso de la mujer pobre y extranjera suma una cantidad interminable de situaciones: los hijos, el alejamiento de sus países y familias… Cuando enfocamos cada uno de los casos, se suman más obstáculos para remontar la situación dentro de lo que es la biografía de la persona, porque están ancladas a las biografías de quienes dependen de ellas y también en el no acceso a la Justicia. Esa impronta clasista es gravísima y se traduce en privación de derechos. Los hombres presos lo padecen en otra dimensión. En el caso de la mujer, sobre todo en lo que es una alternativa prevista legalmente, el arresto domiciliario, procedente en infinidad de casos, casi no se aplica. Esa alternativa está mediada por el operador judicial y el agente penitenciario, dos filtros que generalmente las mujeres no pasan. El esquema de distribución de poder formal sigue teniendo repercusión en estos casos: hay más jueces que juezas, más fiscales hombres que mujeres, aunque muchos intentamos formarnos y adoptar otros enfoques, eso incide en la privación de derechos a las mujeres por falta de capacitación y de entendimiento generalmente compatible con la falta de humanidad y la crueldad que se le aplica a todo preso.

¿Por qué razón se les niega ese beneficio?

–Porque si esa alternativa no es adaptada a las condiciones sociales de las detenidas, el delito cumple su misión perfecta: encarcela a una persona cuya situación es tan vulnerable que no puede ni cumplir los requisitos necesarios para salir, como tener un domicilio. La detención domiciliaria es un concepto que apunta a la clase media, hay que tener una casa o departamento; pero si el domicilio fue allanado como parte de la investigación criminal, no puede ser el domicilio del arresto. Frente a ese concepto de domicilio de clase media alejado de la realidad, lo real es que gran parte de las personas viven en barrios o villas de emergencia y la previsión judicial apunta a un modo de vida que no existe para la población abordada por el sistema carcelario. No es lo mismo encerrar cuatro años a una persona en un departamento de cincuenta metros, que en una pieza de una villa a cargo de hijos propios e inclusive hijos de familiares que puede que estén detenidos. Esas mujeres, por ir a llevar a un hijo a un dispensario, pierden el beneficio y vuelven a la cárcel. En el arresto domiciliario, el Estado se desentiende de proveer alimentación, salud y demás necesidades. Así, hoy el sistema judicial obtura la salida de las cárceles; cuando una mujer pobre consigue salir con prisión domiciliaria, el sistema judicial la regresa a la cárcel sin comprender las circunstancias de clase, de situación social y de biografía. Y esto lleva en muchos casos al suicidio o a la necesidad de vulnerar las pautas.

Mara López Legaspi: –Y en los caso en los que se otorga el beneficio, es muy clara la representación de estereotipos vinculados con la condición de mujer-madre con virtudes que la harían pasible de salir de un penal. Estas son valoraciones del equipo técnico penal o de los propios jueces que tuvieron ante sí a la mujer y dicen que “manifestaba o parecía cierta su preocupación por una mejor calidad de vida de sus hijos”. El beneficio depende de una híper representación que es una prolongación de los estereotipos de género que son los que se viven adentro.

¿Y en cuanto a las vulneraciones dentro de la cárcel?

–Una vez que la mujer es detenida, su cuerpo está mucho más expuesto a violencias, a abusos que también ocurren en el hombre, pero menos. Además, claramente persiste una intención moralizadora en lo que es el tratamiento penitenciario. A la mujer se la quiere no ya resocializar sino reeducar para que cumpla con lo que se considera el rol de la mujer correcta. Está muy claro en las órdenes que les da el personal penitenciario femenino a las detenidas. Es el discurso del estereotipo, por ejemplo la exigencia en el modo de sentarse o de caminar (“se tiene que sentar como una señorita y no como un tipo”), la necesidad de someterla a un rol social de lo doméstico, de lo privado. Y esto no es patrimonio exclusivo de las instituciones más violentas, como son el Servicio Penitenciario (SP), o la policía, porque en la Corte Suprema de Justicia a la oficina que trabaja violencia de género se llama oficina de Violencia Doméstica. En lo penitenciario eso se traduce en sanciones, lo que es considerado una desviación de conducta de la mujer en sus roles significa una baja de calificaciones y una actitud desafiante a los estereotipos que no deben entrar en cuestión. Esto es reafirmado luego por el Poder Judicial, que cuando evalúa si concede o no un beneficio que no es un beneficio sino un derecho, refrenda el discurso penitenciario. Por eso no es sólo un problema penitenciario. Además es judicial y del Ministerio Público y de todas las áreas.

Es una preeminencia muy grande del Sistema Penitenciario…

–Sí, porque es el que tiene el control directo, pero si eso no tuviera la reafirmación judicial, debería desaparecer. No sólo tiene preeminencia directa e inmediata, sino que está respaldado por toda la base argumental que usamos quienes estamos en el sistema judicial. Las vulneraciones en el caso de las mujeres son las del sistema penal general más las de su condición de género. Les pegan, les inyectan psicofármacos en exceso para dejarlas atontadas o dormidas; les hacen requisas vejatorias no en términos de seguridad sino de sometimiento subjetivo, de sostener la asimetría y subordinación simbólica que es eficiente al dispositivo de disciplinamiento. Por eso la mortificación y la humillación es algo que con las mujeres está siempre presente en las formas habituales y en microviolencias más invisibles. Nosotras trabajamos tratando de identificar esas violencias y tenemos que hacer un esfuerzo epistemológico para desbloquear eso que no se puede ver y desnaturalizarlo en la otra u otro que tiene naturalizadas las cuestiones inherentes a su condición de pobre, de delincuente, de mujer, que no son ni merecidas ni por las que ya no vale la pena reclamar.

¿Hasta qué edad los niños pueden permanecer con sus madres en el penal?

–Hasta los 4 años y excepcionalmente hasta los 5. Los jardines de infantes en la provincia quedan fuera de los penales y a los niños los llevan las penitenciarias, las mamás no pueden ir a las reuniones escolares, no tienen participación en el proceso educativo de sus hijos porque su condición de presas y de peligrosidad pesa por sobre cualquier otra acepción en lo que significa el proceso de socialización de los chicos.

A. C.: –Comenzaron a aparecer casos –que estamos empezando a constatar–, sobre todo en el sistema bonaerense, en los que, como las mujeres están encerradas con sus hijos, aparecen asociaciones filantrópicas de clase media alta que promueven salidas con los chicos y la mujer ahí se encuentra con la disyuntiva de dejar a su hijo encarcelado o darlo para que algunos días esté afuera. Eso termina convirtiéndose en un modo de patronato y la pone en la situación de perder a su hijo, lo que, así lo leo yo, sería una apropiación ilegal que aprovecha una necesidad que está reasegurada por la violencia del Estado. Ahora vamos a empezar a trabajar en esto y a comprobarlo. Ya hemos sido informados de más de tres casos de este tipo.

Casi no hay noticias sobre mujeres encarceladas en los medios de difusión…

M. L. L.: –Es un ocultamiento sobre todas estas cuestiones que son microformas de disciplinamiento, que se perpetúan dentro de la institución penal. Es una institución total. Cada aspecto de la vida de las personas está disciplinado; lo que ocurre en la cárcel es que hay una operación directa y violenta siempre sobre cuerpos a los que se les atribuye una función social. Entonces, por estar “adentro” o “afuera”, siempre cargamos con eso, atravesados por cuestiones de clase, de etnia, de extranjería.

¿Y qué ocurre con las personas trans en la cárceles?

A. C.: –El riesgo de los trans es muy claro. Por ejemplo, que los suban a un camión celular con hombres y que eso implique una violación. Entonces deciden no estudiar, no ir al juzgado y privarse para no atravesar situaciones de mayor vulnerabilidad.

M. L. L.: –Recientemente hicimos inspecciones en el Núcleo 6 de la cárcel de Ezeiza, donde van a parar las personas gays, lesbianas, transexuales, travestis. Es un pabellón donde los meten no porque se respete especialmente su identidad; o sea, como un paso superador que permita como paso siguiente una integración. Por el contrario, se convierte en un gran reservorio de gente que son los famosos “anormales” o “raros”, todos ellos nomenclados como tales por el SP. No son personas que tienen una construcción sobre su subjetividad y la exponen y en función de eso hacen un pedido. También ponen ahí a personas que deberían estar contenidas dentro de un paradigma distinto, que tiene que ver con las personas del neuropsiquiátrico de la Unidad 20, en Ezeiza. Están ahí porque no tienen cómo resolver las situaciones que se plantean en sus pabellones de origen, o porque por alguna razón “filantrópica” deciden que a esa persona deben salvarla del infierno que también existe allí adentro, pero es algo menor al de las situaciones terriblemente violentas que ocurren en el resto del penal. Y si fuera en términos de ponernos el traje de criminólogos, nada de esto se sostiene tampoco, porque las personas trans o con una identidad autopercibida no pueden elegir si van a una cárcel de mujeres o de hombres y ni siquiera decidir la forma en la que se los llama, a pesar de todo el avance legislativo en ese sentido. Aunque hubo que dictar sentencias en las que se le dice al SP que es necesario que respete la identidad autopercibida de la persona, aun así encontramos en el listado de ese módulo, en el que se supone que el SP tiene un cuidado en ser políticamente correcto, que todas las personas están asentadas con su apellido y nombre masculino, y los nombres con los que viven están bajo las filas del alias. Además fue curiosa la forma “vistosa” en la que se nos transmitía eso durante las entrevistas. La persona que representa al pabellón nos dijo “Acá todas conocemos el nombre masculino de las compañeras”, como en una suerte de juego. Y nos dijeron “Acá vivimos las personas trans, vean qué digna es la vida conforme al artículo tal de la Constitución. Yo me llamo Fulana, pero el nombre que me da el SP es tal…” Esto es quien se anima a hablar con menos miedo. Pero no sólo en el SP se denomina con el nombre masculino a las personas trans sino también en la Justicia. Se los hace firmar, se los cita y se les toma audiencia muchas veces con los nombres masculinos.

A. C.: –En los pabellones trans de Ezeiza, quienes están a cargo no parecen tener una calificación especial y hay quienes les han manifestado violentamente a las personas detenidas que por su religión sentían un profundo rechazo, así que no iban a tener un trato especial. Hay quienes imponen que el acceso de la persona trans a cuestiones elementales sea a cambio de favores sexuales. En Sierra Chica, por una lógica de falso progresismo en el pabellón, podían mantener la estética que les plazca, pero para circular por el resto del penal tenían que vestirse como varones, atarse el pelo. Y te dicen “Acá las dejamos estar como quieren a ellas…” En otro sentido, obtener pinzas de depilar, tratamientos hormonales y lo necesario para su imagen, está prohibido, pero a cambio de determinados favores sexuales puede conseguirse.

¿En los lugares en los que se estudia ocurre algo diferente?

M. L. L.: –Eso es otra hipocresía de la resocialización. Las mujeres y las personas trans pueden estudiar cestería, peluquería, talleres de tejido, y es ínfima la cantidad de gente que puede acceder a los talleres y, si accede, lograr que las bajen de los pabellones para ir a las clases. Y la Universidad de Buenos Aires, que es la que tiene carreras para personas encarceladas, ha tenido muchos obstáculos para sostener un dispositivo educativo pensado por fuera de la matriz de la colonización penitenciaria.

Sí, pero es el proyecto más sólido, con un buen número de egresados y casi sin reincidencias.

A. C.: –Es que cualquier tiempo en la cárcel es un tiempo sin sentido, así que el estudio o el trabajo son un avance en tanto sean el acceso a un derecho en condiciones de igualdad con el resto de la población. Pero no es comparable a una actividad fuera de la cárcel, porque cualquier tránsito dentro del penal implica el desnudo, la requisa, la exposición, y lo mismo los traslados. Esas actividades están identificadas con salir del encierro absoluto y son muy preciadas. Lo otro son las privaciones, el hambre, la salud, las condiciones para contraer HIV, y todo enmarcado en una absoluta arbitrariedad e inutilidad de la pena. No hay modo de justificar el desarrollo de toda esa violencia y que eso conduzca a algo bueno. Nos sigue sorprendiendo la situación extrema en la cual la persona es sometida a su propia tortura biológica. El hambre, el frío son intramitables en términos subjetivos. Si el otro te pega uno puede idear, resistir, o desarrollar patologías defensivas. Pero el padecimiento provocado del hambre hace que la propia biología sea la que torture y es intramitable y no hay dispositivos para atenuar el padecimiento psíquico. Lo que nos preocupa mucho es el aumento de los suicidios, porque lejos de considerarlos problemas de conducta en personas encerradas, pensamos que es parte de un dispositivo penitenciario que tiene su efecto en la muerte. Todavía no tenemos una interpretación acerca de si este aumento del suicidio es parejo entre mujeres y hombres.

 

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