La Corte Suprema invirtió su propia doctrina y estableció que las recomendaciones de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) son vinculantes y de acatamiento obligatorio para el Estado argentino. Lo hizo al darle la razón a un ex juez de Chubut cesanteado durante la última dictadura, Gustavo Carranza Latrubesse, a quien el organismo internacional había ordenado reconocer una indemnización al considerar violados sus “derechos a las garantías judiciales y a la protección judicial”. Los tribunales argentinos, originalmente, le habían negado la posibilidad de reclamar al catalogar su demanda como una cuestión “política no justiciable”.

Carranza Latrubesse, hoy de 71 años, había sido nombrado juez en lo Civil y Comercial en la provincia de Chubut en 1971. Fue removido por decreto meses después del golpe de Estado, el 17 de junio de 1976, como ocurrió con muchos de sus colegas en todo el país. “Yo era un desobediente”, ironiza el ex juez en diálogo con Página/12, y luego cuenta que nunca se fue de Comodoro Rivadavia, donde tras sortear las dificultades “de alguien que fue echado y se puso a representar los intereses de la gente”, finalmente logró desarrollar su actividad como abogado. Con el regreso de la democracia, en 1984 decidió iniciar una demanda en la que pedía la nulidad de su expulsión del Poder Judicial, aunque no reclamaba que lo repusieran en el cargo, pero sí que le reconocieran una reparación basada en los salarios que no cobró por haber sido privado de su cargo, y en los daños y perjuicios materiales y morales que sufrió.

Su caso entró en el clásico agujero negro de los tribunales y, además, terminó cruzando las fronteras. Doce años después de su presentación judicial, en 1996, el superior tribunal de Chubut sentenció que no era una cuestión que la Justicia pudiera resolver, decisión que fue avalada por la Corte Suprema. Fue entonces que recurrió a la CIDH, que le dio la razón al advertir que el sistema judicial había cerrado las puertas a cualquier análisis de su caso. A modo de recomendación, dijo que el Estado argentino debía indemnizarlo “adecuadamente” por haberle negado, en esencia, el derecho a un proceso judicial. Cuando recurrió otra vez a la Corte para que se aplicaran los señalamientos de la comisión, los jueces supremos dijeron que el tema era ajeno a su competencia. En su provincia, la Cámara Federal decidió establecer un monto para la indemnización, que fijó en 400 mil pesos, y que él consideró arbitrario u “ocurrente”.

Cuando volvió a recurrir al máximo tribunal, planteó la necesidad del pleno acatamiento de lo señalado por la CIDH y la revisión del cálculo de la indemnización. La Corte firmó el martes un fallo que dispone que el Estado argentino debe acatar lo que dijo la comisión y confirma que Carranza Latrubesse debe ser indemnizado, aunque rechaza los términos en que él reclamaba que se estimara esa reparación. La decisión suprema es novedosa porque modifica sus propios precedentes (establecidos de los años ’90), que negaban el acatamiento obligatorio de las recomendaciones de la comisión por parte de los tribunales nacionales. El dictamen original del ex procurador Esteban Righi inclusive sostenía esa teoría. La sentencia fue reñida, con una mayoría de cuatro votos (Raúl Zaffaroni, Carlos Fayt, Juan Carlos Maqueda y Enrique Petracchi) y algunas discrepancias inclusive entre ellos. El resto votó en disidencia.

“Esta decisión abre una esperanza para quienes litigan internacionalmente por la defensa de los derechos humanos”, señaló Carranza Latrubesse a este diario y rescató también que el fallo pone en tela de juicio la “doctrina de los actos políticos no justiciables”. No quedó tan conforme, en cambio, con los términos en que se confirmó la indemnización.

El voto de la mayoría dice que si la Convención Americana obliga a los Estados parte “a respetar y hacer respetar los derechos que ella enuncia, en el marco supranacional no tiende a desaprobar toda violación a estos derechos cometida en el orden interno (…) Lo que es objeto de sanción en el campo supranacional son las violaciones que el Estado ha cometido o dejado cometer, y que, además, no ha reparado o podido reparar por medio de su propio ordenamiento jurídico interno”. A la vez, sostiene, “toda violación de una obligación internacional que haya producido daño comporta el deber de repararlo adecuadamente”.

Un amicus curiae que había presentado el Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS) ante la Corte planteaba el mismo concepto: si el sistema de protección internacional de derechos humanos no se cumple, no tiene ningún sentido. Diego Morales, abogado del CELS, evaluó que el fallo tiene varias aristas positivas, “empezando porque le da hasta valor de ley a las decisiones de la CIDH”. “Pero, además –señaló– se diferencia del criterio de otras cortes de la región, como la uruguaya y la de Guatemala; acompaña a los poderes Ejecutivo y Legislativo, que basó muchas decisiones en las disposiciones de la comisión, como la reforma del Código de Justicia Militar, la ley de migraciones o el sistema de seguridad previsional; promueve a nivel regional el sistema interamericano; y les da un valor especial a las fuentes que la propia Corte utiliza, como ocurrió cuando se apoyó en un informe de la CIDH al declarar la inconstitucionalidad de las leyes de punto final y obediencia debida”.

 

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