Sebastián Cabrera

Silvana Provenza era empleada doméstica. Manuela Herrera es estudiante de psicología, Javier Sosa era periodista deportivo y Martín Rodríguez empleado en una empresa de congelados. Pablo Nalerio trabajó en un hogar del INAU. María Amarillo estaba sin empleo, vio una entrevista en el programa Esta boca es mía de canal 12 y se dio cuenta que, en una de esas, la cárcel podría ser una nueva oportunidad laboral para ella.

Los seis tienen algo en común: son aspirantes a operadores penitenciarios. Quieren ser «pitufos» (ese fue el mote que, despectivamente, les pusieron los policías hace dos años cuando se creó esta nuevo cargo) o carceleros, como mucha gente les sigue diciendo. Los operadores penitenciarios son esos nuevos guardias que visten pantalón gris y buzo celeste, un color pensado para diferenciarse de los policías. Llegaron a las cárceles para, en teoría, buscar la rehabilitación de los presos. Su arma es el diálogo, repiten. Y su cargo es de naturaleza civil, no son policías.

Lunes, nueve de la mañana. Hay algo más de 20 personas en una de las aulas de la Escuela de Capacitación Penitenciaria, que funciona donde antes era la cárcel de mujeres de Cabildo. En esta escuela se capacitan desde 2011 todas las personas que quieren trabajar en las cárceles en el área metropolitana. Los que están ahora son parte de la tercera generación de operadores, que -después de tres meses- terminan los cursos esta semana. Ahora inician un período de prueba de 15 meses en la cárcel para ver si quedan firmes en el cargo y se convierten en funcionarios públicos. Ganan unos 17.000 pesos líquidos.

Este año se anotaron cerca de 1.000 aspirantes en Montevideo y de ellos fueron elegidos 223 (186 para el cargo de operador grado uno y 37 para el operador tres, que es un mando intermedio). En el interior, se anotaron 2.386 aspirantes para un total de 366 cargos (ver recuadro). Se supone que antes de fin de año se incorporarán otros 502 nuevos operadores, para llegar a 1.128 funcionarios en todo el país.

La primera generación, la de 2011, tuvo problemas de adaptación. «Estaban desorientados en la cárcel», dice la psicóloga Diana Noy, que integra la unidad de planificación educativa de la escuela. «No sabían qué hacer con el preso». Después de aquella experiencia, se creó el cargo de adscriptor, que acompaña a los alumnos en la cárcel. Cada tutor tiene 20 aspirantes a su cargo.

Esa primera generación también sufrió fuertes tensiones con los policías, quienes veían a los operadores como gente que llegaba a sacarles el trabajo. Y en parte es así, los operadores sustituyen a los policías: el proyecto -que se está aplicando en la cárcel de mujeres en Colón, en la cárcel de Punta de Rieles, y en varias del interior- es que buena parte de las tareas dentro de las cárceles (salvo la guardia perimetral y algunas tareas de seguridad) queden en manos de los guardias de celeste. Los policías no estarán más en el trato directo con los reclusos, se supone que desde 2015.

Crisoldo Carballo, director de la escuela, dice que la diferencia es que el operador se prepara exclusivamente para trabajar en la cárcel. La psicóloga Noy apunta que el policía estaba capacitado «para atrapar al ladrón y cuidar que no se escape». El eje del operador, en cambio, no es solo la custodia, sino que busca «generar confianza» en el preso y sus intervenciones deben facilitar la socialización y la educación del interno.

Eso en la teoría, claro.

En clase.

Sentados en ronda, los alumnos cuentan a dos profesoras la experiencia de la semana pasada en Punta de Rieles y en la cárcel de mujeres, donde hacen las prácticas. Uno relata un incidente que vivió. Dos presos venían de una «comisión» (como se le dice a las salidas para trabajar o estudiar) y compraron masitas. Pero no tenían autorización para llevar las masitas a las barracas, donde viven. Así que fueron sancionados y quedaron encerrados. Uno de los presos se enojó y armó un lío.

-Siempre tienen que ir de un lado a otro con autorización, sino ayudamos a que se trafique -dice el alumno.

Las dos profesoras, la abogada Sandra Alonso y la asistente social Gabriela Gambarini, lo escuchan.

-¿Qué se trafica? -pregunta Alonso.

-Celulares, pastillas, yerba, marihuana -responden casi a coro.

Otra alumna dice que, en casos como el de las masitas, hay que pedir requisa.

-¿No es mucho una requisa por una cosa así? -pregunta Alonso, desafiante.

Nadie responde. Otro aspirante a operador relata lo que le contó su tutor: que una táctica es no controlar en el ingreso un par de veces y a la tercera vez sí controlar bien. Hace poco hizo eso y hubo buen resultado: incautó porro. «Hay que jugar con eso», dice, «no cachear a todo el mundo». Alonso, la profesora, confirma que hay muchas tácticas de esas. Por ejemplo, recomienda no hacer siempre las recorridas a la misma hora o un día «darse una vuelta» media hora después. Para despistar.

Otro alumno dice que es complicado controlar a todos. En el módulo en que está en Punta de Rieles había un solo operador para 60 internos el fin de semana.

-Acordarse de cada cara y cada apellido, se complica -protesta.

-Te explico que cada operador está muchos meses en el mismo lugar -dice Alonso-. Y además lo normal es que haya tres o cuatro operadores para 60 reclusos… Y ahora van a entrar todos ustedes.

De pie y con mirada amenazante, Alonso también dice que nunca hay que aceptar regalos de presos. Que hay que evitar cualquier cosa que ayude a «manipularte», a que digan «conozco a tus primos, a tus hermanos». Es obvio: que un guardia acepte regalos se parece bastante a un soborno.

De a poco la clase se transforma casi en una terapia y los aspirantes siguen contando los problemas que han tenido durante las primeras semanas de prácticas en las cárceles. Una alumna dice que hace unos días un interno le dio la mano y la saludó, porque se conocían del barrio.

-Yo no lo había reconocido, hace años que no lo veía -se excusa-. ¿Qué tenemos que hacer? Porque si lo saludo estoy mal. Y si no lo saludo, también.

La profesora dice que hay que avisar enseguida al superior cuando se conoce a un interno. Que es mejor que eso salga de ella y que no se entere por el recluso.

– Recuerden que no solo hay que serlo, también hay que parecerlo -dice Alonso.

Varios asienten con la cabeza. Otra muchacha pide «pautas» para saber qué hacer si un preso le pregunta dónde vive.

-Decile que vivís en Montevideo -responde otro alumno, y se ríe.

La profesora escribe en el pizarrón «decir la verdad no es mentir en este caso» (sic). Dice que jamás hay que decir dónde vive uno, que eso no tiene sentido.

-Ellos apuntan a eso, a manipular; estamos en Uruguay y todos nos conocemos -explica, y escribe en el pizarrón «manipulación» en mayúsculas-. Pero no te va a preguntar dónde vivís y, si lo hace, es porque le diste pie en la conversación.

-Bueno, parte del rol del operador es la conversación -agrega Gambarini, la otra profesora, que estaba callada, pero ahora habla para matizar un poco la radical afirmación de su compañera.

Entonces Alonso se corrige.

-Podés tener mil conversaciones. Pero no te pueden preguntar dónde vivís.

Luego la charla fluye hacia otros temas. Alguien cuenta que quería enseñarle a leer y escribir a un interno. Le preguntó a su superior si podía hacerlo y le respondieron que no: «No te metas, después te van a atomizar». Una compañera dice, entonces, que los operadores penitenciarios de la primera generación ya están cansados.

Pero Alonso sostiene que la respuesta fue correcta porque «no podés dedicarte a enseñar a leer y escribir cuando tu tarea central es otra». Dibuja el organigrama de las cárceles con tres áreas claras: seguridad, administración y área técnica. Dice que lo que hay que hacer en estos casos es avisar a los responsables del área técnica que hay un recluso que quiere aprender a leer y escribir. Pone un ejemplo: si un preso no se despierta un día, puede estar pasado de pastillas y hay que pedir que lo vea un médico. La función del operador penitenciario, y lo escribe en el pizarrón, es controlar, observar e informar.

-No te distraigas -le sugiere.

Él pone cara de no entender nada.

-Ta, entonces estamos para hacer de guardián de seguridad, de niñero y no hay una intención educativa -dice, molesto-. Hay que hacer un trámite burocrático para que puedan aprender a leer o escribir.

-Una cosa no quita la otra: vas y le decís a quien corresponde -responde Alonso, quien entiende que él no está ahí para enseñar nada-. Lo podés ayudar al interno, pero lo ayudás a acceder a un curso de ANEP, donde le van a dar un certificado de que pasó por la escuela.

Las paredes del aula están tapizadas con papeles que son como resúmenes de las clases. Uno de esos papeles dice que «hay miradas engañosas que quieren demostrar algo que no es y hay miradas que transmiten mucho y pueden llegar a ser muy intimidantes». En otro cartel se habla de derechos humanos, «¿por qué? ¿para qué? ¿para quiénes?». Y preguntan para qué sirve una cárcel: es un lugar donde se separa al infractor del resto de la sociedad, donde se cumple una pena y donde se busca rehabilitar. En ese marco, el rol del operador penitenciario es ayudar al preso, educarlo en valores y prácticas, evaluarlo e insertarlo en la sociedad, dice el cartel.

El policía, en cambio, tiene como función la seguridad del preso y de los funcionarios y «hacer cumplir la condena». El delincuente, dice otro papel, es un individuo que no cumple con la ley, tiene intencionalidad en su accionar y daña a la sociedad.

Allá a lo lejos, se escucha ruido a obra: picos, palas y una cumbia que sale de una radio. Un puñado de obreros, que además son presos, trabaja reacondicionando la vieja cárcel.

Los alumnos.

A eso de las diez de la mañana es el recreo. Todos van a tomar sol a un patio donde hay un aro de basquetbol y un pelotero, que quedó de cuando esta era una cárcel de mujeres.

Ahí está Martín Rodríguez, quien, a los 30 años, ha trabajado en un montón de cosas. Pasó por varios supermercados, donde hizo de cajero, estuvo en atención al cliente y televentas. Su último empleo fue de encargado en una empresa de congelados. Pero viene de una familia de policías y su padrastro, que trabaja en el Comcar, le contó del llamado. Cuando discutió el tema con su familia directa, le dijeron que estaba loco. Él dice que les respondió que este es «un trabajo netamente social», donde se puede rehabilitar.

Eso sí, Rodríguez dice que la mayoría se inscribió por el salario y por el trabajo estable, más que por vocación.

Ese parece ser el caso de Silvana Provenza. Tiene 35 años, era empleada doméstica, trabajó en casas de familia y varias veces para diplomáticos argentinos. Y se anotó en el concurso por el sueldo, «como la mayoría de la gente». Pero dice que ya estaba en un proceso de transformación, «viendo que no hacía nada productivo». De este llamado le avisó una vecina de su barrio, Casavalle, y al final las dos quedaron. Cuando empezaron las clases, ella se fue enterando de cuál es el rol del operador. «Y nos fuimos entusiasmando con la idea de rehabilitar, entre comillas, a las personas privadas de libertad», dice Provenza.

Manuela Herrera, de 22 años, está en cuarto año de psicología y empezó a informarse del tema por un curso en la facultad. Su caso suena distinto, dice que está por vocación. «Rehabilitación es un término que la sociedad no maneja y los medios además estigmatizan mucho», se queja. «Promover el diálogo en base a derechos humanos, tener un contacto directo con la persona recluida, estar en su vida diaria e influir en la generación de hábitos, desde la higiene hasta la alimentación, hacen a un cambio significativo», dice, convencida.

Herrera sabe que en la cárcel no hará de psicóloga, porque el cargo para el cual fue contratada no tiene nada que ver con un proceso terapéutico ni de salud mental. Por ahora está en Punta de Rieles, que es una cárcel de mínima seguridad y casi una unidad modelo: los internos pueden circular libremente dentro de las barracas.

-Pero no es lo mismo estar ahí que en el Comcar.

-Para eso estamos acá, para que todas las cárceles sean como Punta de Rieles.

Javier Sosa, de 42 años, dejó atrás una trayectoria de dos décadas como periodista deportivo en Radio Río Branco. Antes de anotarse en el llamado, habló con su novia, que es funcionaria de Migraciones y trabajó en la cárcel de mujeres. Se le creerá o no, pero Sosa dice que le llamó la atención eso de volcar algo a la sociedad y que es posible rehabilitar a quienes cometieron una falta. Y, claro, también le llamó la atención que este sea un empleo estable.

A María Amarillo, de 42 años, le entusiasmó una entrevista que vio en Esta boca es mía de canal 12, donde se explicaban los cambios en el sistema carcelario. Ella trabajó unos cuantos años en una fábrica de mallas, luego en Aldeas Infantiles y fue pasante en la intendencia de San José. Hace unos meses se anotó en varios concursos y quedó en este. Ahora terminó las prácticas en la cárcel femenina, donde vio un choque entre el modelo viejo y el nuevo: «Nosotros intentamos poner toda la humanidad y que el sistema viejo salga, porque los policías tienen una rigidez mucho mayor».

Los tutores.

Unos días después la cita es en la cárcel femenina. Es viernes de tarde, último día de prácticas de esta generación. Pero las autoridades no permiten que Qué Pasa ingrese a los módulos donde están las presas y los funcionarios, presuntamente por razones de seguridad.

En este edificio se mezclan los policías, siempre con cara de enojados, y los operadores, de rostro distendido. Algunos hasta sonríen. El tercer piso es de máxima seguridad y en el cuatro piso están las oficinas, donde cuatro adscriptores invitan con una taza de café y se disponen a contar su experiencia. Desde el piso de abajo se escucha un grito desesperado: «¡Guardia!». A los 30 segundos se repite el grito y hay ruido a rejas. Después, silencio. Al rato una policía se lleva a dos presas y bromea, «sonrían para la foto, chicas». Una de ellas pone cara sensual y provoca: «Sacame la foto, peludito».

Una de las adscriptoras, María Eugenia Wáttimo, dice que al principio las presas estaban asustadas y no querían saber nada con los operadores. Pero lo peor ha sido la relación con los policías. Su colega Andrea Mangino dice que había muchas tensiones con algunos efectivos, que intentaban desprestigiar a los operadores, decían que no iban a poder. Ahora hay menos rivalidad, aunque «igual sigue primando eso de que `yo policía mando al operador`».

Los cuatro adscriptores discuten si los policías seguirán estando cuando termine este proceso. Juan Icardi dice que a fin de 2013 solo quedarán en la parte de máxima seguridad. Mangino duda: «Yo no lo tengo claro». Y la otra adscriptora, Verónica Rodríguez, dice que el plazo será más largo.

¿Los operadores manejan armas? «No», responden. Si hay un motín o una situación complicada se pide apoyo policial. Pero luego cuentan que un director decía que los operadores solo no pueden usar armas letales. «O sea que gas se puede… creo», dice uno de ellos. «Nuestra arma es el diálogo», concluye Wáttimo, «yo lo he corroborado». Dice que ha pasado situaciones difíciles con las internas y que, hablando, en la mayoría de los casos todo se soluciona.

-¿Nunca pensaron `qué hago acá`?

-Sí, varias veces -dice Wáttimo-. Pero después me doy cuenta que quiero estar acá.

 

http://www.elpais.com.uy/que-pasa/llegaron-pitufos-operadores-penitenciarios.html