El autor examina la “indignidad” de las instituciones psiquiátricas, especialmente en la ciudad de Buenos Aires, poniendo el acento en quienes trabajan en ellas: en “la lógica discursiva que sustenta sus prácticas disciplinarias, la formación que recibieron y sostienen, la relación jerárquica entre ellos, la falta de una movilización organizada”.
Cada vez que se trata el asunto de la salud mental en la CABA, lo primero que se menciona es el incumplimiento de la Ley 448, sancionada el 27 de julio de 2000. La 448 es una de las leyes más progresistas de la Argentina pero, al no existir una importante movilización social que propicie su cumplimiento, es letra muerta. En 2010 (“A diez años de la ley”. Página/12, 13 de mayo de ese año), la organización Colectivo 448 recordó que esa norma promueve la “desinstitucionalización progresiva, implementación de camas de internaciones breves y guardias interdisciplinarias en hospitales generales, casas de medio camino, hospitales de día, emprendimientos sociales y otros dispositivos sustitutivos”, advirtió que “las pautas incluidas en la Constitución de la ciudad de Buenos Aires habían generado una gran expectativa de transformación de un modelo de características asilares-custodiales, que históricamente ha sentenciado a la internación crónica y al trato indigno y alienante a miles de seres humanos”, y observó que “esta indignidad institucional también se proyecta sobre los trabajadores de la salud mental que intervienen en la atención, generando daños a su salud física y psíquica”.
El problema de la salud mental en la ciudad no es centralmente una cuestión de normas legales. El principal problema en el campo de la salud mental está entre los trabajadores, por el tipo de trabajo que realizan: la objetivación como método, la lógica discursiva en la que se sostienen sus prácticas disciplinarias, la formación que recibieron y sostienen, la relación jerárquica que entre ellos se establece, la falta de una movilización organizada con poder real de transformación de las condiciones institucionales, y todo esto en un contexto cultural donde la ciencia tiene poder de verdad.
El problema de la violencia de la objetivación, tan bien planteado tanto por Basaglia como por Foucault, es el mismo hoy que cuando se sancionó la ley, y será el de la gestión siguiente si no hay, por parte de los trabajadores, una voluntad sincera de poner en cuestión el trabajo que vienen realizando. ¿O fue un funcionario del Ejecutivo el que ató a la cama, hace más de tres años, a la nena que murió ahogada en su propio vómito en el Tobar García? ¿Por qué siempre son “el Borda y el Moyano”? ¿Por qué del Tobar no se habla? Porque, si se prestara atención al Hospital Infanto Juvenil Doctora Carolina Tobar García, habría que cerrar todo ya, y tendríamos que ir todos a declarar ante los tribunales internacionales de derechos humanos.
Pero, ¿acaso hay órdenes precisas del Ministerio de Salud porteño de “contener” –el sinónimo cínico de atar– a los pacientes? ¿La violencia de las prácticas se explica por cuestiones político-coyunturales o por la lógica del poder médico y psiquiátrico, en su forma de poder disciplinario?
¿Qué lleva a los trabajadores a naturalizar la violencia aplicada sobre los cuerpos de quienes están internados en instituciones psiquiátricas? Hasta el momento, creo, no hay denuncias hechas por trabajadores contra trabajadores por haber vulnerado derechos humanos de aquellos que padecen una internación. ¿O la responsabilidad subjetiva sólo es tema de los no profesionales? Escuché a varios muy preocupados por lo establecido en la nueva Ley Nacional de Salud Mental, respecto de la posibilidad de los trabajadores y familiares de presentar denuncias ante el Organo de Revisión. Recordemos que éste estará integrado por representantes ministeriales, trabajadores, familiares y asociaciones, y, de acuerdo con el artículo 40, inciso C de la ley, tendrá como función supervisar de oficio o por denuncia de particulares las condiciones de internación por razones de salud mental, en el ámbito público y privado.
En este conflicto, la obediencia es un factor fundamental. Ya antes de los controles a las internaciones que plantea la Ley Nacional de Salud Mental, las convenciones internacionales sobre derechos humanos eran herramientas legales que estaban a disposición de quien quisiera para exigir su aplicación. Es el caso de la Convención sobre los Derechos de Personas con Discapacidad, la Convención Interamericana para la Eliminación de Todas las Formas de Discriminación contra las Personas con Discapacidad, las convenciones sobre derechos de los Niños y todas aquellas que actualmente tienen rango constitucional. Quien escribe esto padeció haber sido expulsado del Servicio de Internación en Crisis de Open Door, por haberse servido de esas convenciones y denunciado que compañeros trabajadores dejaron tres días atado a un hombre a una cama, produciéndole un cuadro de deshidratación que requirió una intervención clínica urgente. Otro hecho, cotidiano, de igual o mayor gravedad, era que los pedidos de informes periciales realizados por jueces fuesen directamente considerados como pedidos de internación, ampliándose así la cantidad de internos en el manicomio.
La mayoría de los trabajadores de la salud mental no piensa a quienes atienden como iguales. ¿En nombre de qué deben ser sometidos los trabajadores a realizar sus tareas bajo condiciones de violencia? ¿Cómo es posible que una jovencita o jovencito que comienza a trabajar reciba la violencia como herramienta de trabajo y que tantos la agarren y tan pocos la abandonen? No creo que sea una cuestión de malas intenciones, no ingresan todos con ese tipo de disciplinamiento. ¿Cómo es posible que tengan que ser testigos del aplastamiento de los cuerpos por el peso de la violencia institucional? Si nos pensamos iguales, tenemos que pelear y reclamar por los derechos de todos aquellos que se encuentran bajo el edificio manicomial. Acabar con la institucionalización de la violencia; con el arrasador peso de la autoridad.
Para esto, es necesario repensar la problemática del poder y discernir de qué discurso se sirve para ejercer esa violencia: se intenta vestir como terapéuticas prácticas punitivas. Recuerdo a Evaristo Pasquale, director de Salud Mental de Trieste, angustiado, luego de conocer Open Door, repitiendo: “Hace treinta años que no veía una persona atada a una cama”.
Franco Basaglia pidió “rechazar cualquier acto terapéutico siempre que tienda tan sólo a mitigar las reacciones del excluido hacia el excluyente”. Además, advirtió que la sociedad, ante la posibilidad de que se visualice su rostro violento, “ha encontrado un nuevo sistema: extender la concesión del poder a los técnicos que lo ejercerán en su nombre y que seguirán creando –a través de otras formas de violencia: la violencia técnica– nuevos excluidos. (…) La labor de estos intermediarios consistirá en mistificar la violencia a través de la técnica, sin llegar a cambiar por ello su naturaleza, de manera que el objeto de la violencia se adapte a la violencia de la que es objeto. (…) Analizando cuáles son las fuerzas que han podido actuar en profundidad sobre el enfermo hasta el punto de aniquilarle, se llega a la conclusión de que sólo una es capaz de provocar un daño tal: la autoridad” (F. Basaglia, La institución negada, Ed. Barral).
Las experiencias de desmanicomialización –como se la llamó en la provincia de Río Negro– o desinstitucionalización, llevadas adelante en el lugar del mundo que sea, sólo fueron posibles por la decisión política que tomaron quienes decidieron transformar las condiciones de relación entre sujetos que se establece con quienes son considerados locos, anormales, enfermos o el nombre que se le quiera poner. El problema es político, entendiendo la política como una acción de transformación social, y por lo tanto necesita una solución en ese sentido. La decisión puede no ser tomada por el Ejecutivo, sino por los trabajadores que, a través de la organización, estén dispuestos a construir el poder de transformar las prácticas que vienen realizando. Italia, Brasil y las distintas experiencias que se llevan adelante en la Argentina demuestran que sólo la organización vence al tiempo.
En la provincia de Río Negro, como en la de San Luis, hubo Ejecutivos que acompañaron los reclamos de actores involucrados en la problemática de la salud mental, que luchaban por una transformación.
En la provincia de Buenos Aires hay municipios que decidieron trabajar desde una perspectiva antimanicomial, que es perspectiva de proyecto nacional y popular. En el municipio de Moreno –en el cual me he formado–, desde la creación del primer servicio municipal de atención a la salud mental se combatió contra toda práctica de tipo objetivante en el abordaje del padecimiento subjetivo. Este municipio fue parte de la creación de la Red de Salud Mental del Oeste, en la que participan Morón, trabajadores de Tres de Febrero, Ituzaingó, La Matanza y funcionarios del ámbito nacional y provincial, así como también del Poder Judicial. Esto se hizo a partir de la conceptualización política de las prácticas en salud mental. No se los trata porque son enfermos, sino porque son sujetos. Porque son sujetos y ciudadanos no se los puede someter a las condiciones de existencia manicomiales, así que no se discute: el manicomio se tiene que cerrar: nada de andar preguntando bajo qué condiciones. ¿Qué puede ser peor para un ser humano que su vida en un manicomio? Sólo la vida en un campo de concentración puede ser peor. La vida carcelaria no es peor que el manicomio porque los presos suelen tener fecha de salida. El manicomio es la objetivación de un cuerpo, sometido a experiencias límite, en manos de la voluntad diaria de diversos trabajadores, de los cuales algunos son funcionarios.
* Psicoanalista.
Fuente: http://www.pagina12.com.ar/diario/psicologia/9-186715-2012-02-02.html