Una ley es un texto que tiene un contexto, tanto discursivo como social. En el último tiempo asistimos al penoso nuevo episodio de la conversión del ágora democrática en un mero espectáculo, a partir de una demagogia vindicativa encabezada por ciertos personeros inescrupulosos y algunos empresarios de la comunicación contra un –hasta ayer– desconocido Anteproyecto de Código Penal. Más allá del deterioro de la legitimidad de la política y de toda su dimensión normativo-pedagógica, a partir del marketing de la comunicación y un aparato enorme de publicidad –con mensajes cortos, no racionales, de alto impacto y, por tanto, ideales para la televisión comercial– se pretendió ejercer influencia y presión sobre los poderes públicos y también el ámbito de pensamiento.
Es el fenómeno local de lo que se da en llamar la contrailustración o, en otros términos, el ataque al iluminismo caracterizado como era de la razón –origen cartesiano de la ciencia moderna–, que importó el nacimiento y la formación acabada de una mentalidad manifiestamente nueva que embistió en el corazón del anterior orden jurídico junto con el binomio instrumental indispensable de democracia representativa y legalidad. “No envíen el proyecto al Congreso” o “No me vengan con teorías” quedarán inscriptas como frases de un bestiario contrademocrático, que pone en crisis la única legitimidad política, que es aquella proveniente de la voluntad popular, manifestada por la elección de los principales órganos de la soberanía y por clichés o slogans resumidos en escasos caracteres de Twitter y plebiscitados masivamente con una planilla de firmas.
Fueron los movimientos reformistas de la segunda mitad de siglo XVIII los que se dirigieron contra los regímenes arbitrarios, que comprendían tanto a la autocracia de los soberanos como a la arbitrariedad de los tribunales. De esa cabeza de Zeus legislador, el pensamiento ilustrado encontró el mejor reaseguro para desdeñar los desvíos de cualquier desmesura de poder. Aunque, cuidado: la propia ley vacía era una suerte de forma ingeniosa dentro de la cual un legislador omnisciente e infalible podía hospedar a su arbitrio cualquier contenido. En esta disposición “legicéntrica” y “legilátrica”, al decir de Paolo Grossi, un código puede experimentar una trasposición y llegar a encarnar un verdadero mito o símbolo. El propio relieve teórico de esta cuestión da cuenta de un escenario idealizado, en donde –mucho más que a menudo– el mandato del soberano que ejercita el poder reveló sus inconsistencias, lo que, como supo reconocer el propio Montesquieu en sus “Cartas persas”: “Los más de los legisladores han sido hombres de cortas luces que han puesto el acaso a la cabeza de los demás, y casi nunca han seguido más norte que sus antojos o sus preocupaciones, y como hubiesen desconocido la alteza y la obra que hacían, se han divertido en imaginar pueriles instituciones, conformándose a la verdad con el gusto de los ánimos apocados, pero desacreditándose con los hombres de sana razón”.
Frente a la falsa ilusión de un legislador racional, no faltaron quienes parecieron –y aún parecen– inducidos a preferir alguna forma elitista de poder, con características de jacobinismo tecnocrático. Nada más ajeno: la intervención estatal de la gravedad de la pena (como la de la guerra) requiere en una democracia la legitimación más amplia posible. No para reemplazar la voluntad popular que expresan los parlamentarios –en una suerte de contracontractualismo de cuño aristocrático– ni mucho menos pretender sustituir al legislador en sus funciones, sino para aportar los niveles de reflexión que todo legislador penal serio y responsable debiera tener en cuenta antes de tomar la decisión que le parezca más conveniente. Porque sólo es portavoz de un poder político contingente y, por ello –en tanto sujeto jusproductivo–, no es capaz de transformar cualquier cosa en Derecho, tal un rey Midas de nuestro tiempo.
En suma, de la arbitraria omnipotencia legislativa a la potencialidad autoritaria de la decisión sólo en manos de pocos profesionales, lo que se impone fundamentalmente al plano académico es la tarea del convencimiento al público de ciudadanos. Es la única forma de recuperar la sensatez perdida por la antipolítica berreta, a la vez de fortalecer la democracia.
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