Cuando todavía sobrevive la estética estrecha de los reality shows, el chato y decadente espectáculo de la nada. Cuando el mundo de la televisión es como una cinta sin fin en la que se proyecta una y otra vez la misma escena vacía. En medio de ese páramo yermo donde las invectivas feroces, siempre en contra de la mirada ajena, son la moneda corriente, justo ahí, no sin esfuerzo, es posible dar con espacios donde todavía hay quien se aferra a aquella idea algo pasada de moda de que el espectador también es un ser humano. Porque dentro del modelo televisivo actual aún prevalece la lógica de los años ’90: televisión para divertirse, diría Micky Vainilla. Y no es que la diversión tenga nada de malo, siempre y cuando no implique como única razón de ser la idea del individuo como cifra dentro de la planilla de rating. Justamente el concepto de individuos (o personas) parece un anacronismo. Que en ese contexto alguien proponga un ciclo de películas usando el viejo molde del cine-debate, en el horario central de los sábados a la noche y en un canal de televisión abierta, resulta por lo menos una rareza. Si a esa idea se le suma la osadía de poner como conductor a un juez de la Nación y que las películas sean obra de uno de los autores de cine europeo más complejos de finales del siglo XX, ya se puede hablar con total certeza de la fantasía delirante de un loco o un soñador. Pero no, ese oasis existe. Se trata de un ciclo dedicado a presentar el mítico Decálogo del director polaco Krzysztof Kieslowski, cuyos diez episodios (inspirados libremente en los mandamientos judeocristianos y rodados en 1989, cuando el bloque de países socialistas atravesaba su crisis final) son analizados en sus vericuetos éticos (o criminales) por el juez Eugenio Raúl Zaffaroni, uno de los cinco ministros de la Corte Suprema de Justicia de la Nación.
La idea es tan sorprendente como bienvenida. Porque la miniserie de Kieslowski (director reconocido sobre todo por su trilogía de los colores –Bleu, Blanc y Rouge– realizada cuando el director vivía en Francia) es un complejísimo trabajo que, como ocurre con las grandes obras, posee la capacidad de ser leída en múltiples direcciones y niveles. Pero además porque sus diez capítulos abordan desde la ficción cuestiones éticas de un orden tan profundo que no es ocioso suponer que una personalidad como la de Zaffaroni, cuyos méritos no es necesario enumerar, puede aportar una mirada tan diferente como enriquecedora. Tal vez no, claro, desde lo cinematográfico (nadie espera que Zaffaroni sea además una eminencia de la crítica de cine; sería humillante), pero sí acerca de los valores éticos y morales que la serie expone. El decálogo de Krzysztof Kieslowski sale al aire desde el 6 de abril, todos los sábados a las 22 por la Televisión Pública y lleva emitidos los primeros tres episodios.
–Me han dicho que usted no es precisamente un cinéfilo en el sentido estricto de la palabra.
–No, ni me caracterizo por saber de la materia. Pero me gusta mucho el cine.
–¿Cómo fue que llegó hasta El decálogo de Kieslowski?
–Bueno, lo que yo en realidad había visto de ese trabajo de Kieslowski es el episodio de «No matarás», pero la versión corta que se hizo para televisión. Sé que se hizo luego una película más larga, pero eso no lo vi. Cuando me propusieron esto el año pasado me llamo mucho la atención. «¡Qué cosa rara!», dije. Me pareció medio esotérico. Este año los productores del programa retomaron el contacto y entonces me puse a ver la serie. Ahí ya no me pareció tan esotérica la cosa, más bien me pareció sumamente interesante. Y también un desafío, ¿no?, esto de meterme a hacer algo que no es lo habitual ni lo esperable. Siempre me gustan los desafíos; a veces me salen mal: no sé cómo habrá salido este. Me puse a trabajar en esto, me entusiasmé y reconozco que ha sido una tarea interesantísima.
–¿Cuál es la idea puntual del ciclo?
–En realidad, pensar de qué modo la serie nos interpela. A lo largo de toda ella, Kieslowski nos está planteando un continuo de problemas éticos. Más allá de la ley, más allá del Derecho Penal, a pesar de que la criminología se choca a cada rato con estos asuntos. Criminología, entendámoslo, no es Derecho Penal, sino todo el conjunto de saberes sociológicos, psicológicos, etc, que inciden en el fenómeno, en el conflicto penal, en la cuestión criminal. Pero no es Derecho Penal, que es otra cosa. Indiscutiblemente cada uno de estos temas que aborda la serie mete el dedo ahí en el centro de un problema más o menos crucial. Incluso los plantea de maneras muy particulares. A veces deja las preguntas abiertas, otras veces las cierra. Y otras va dejando indicios para que sea el espectador, uno mismo el que las cierre. Lo que básicamente veo en él es un esfuerzo por desentrañar el contenido de las propias normas éticas. Como si se preguntara qué es una norma ética. ¿Es el contexto meramente literal de la norma? O, ¿qué pasa en determinados contextos, qué pasa en determinadas circunstancias? ¿Qué pasa en tal o cual circunstancia que no parece ser la normal? Ahí hay que desentrañar el sentido de la norma más allá de la letra.
–Usted habla de desentrañar estas normas éticas, pero este tipo de nomenclaturas está sobre todo ligada con el contexto en que le tocan ser interpretadas. Es decir que este decálogo, libremente inspirado en los 10 mandamientos, ya representa en sí mismo una reinterpretación de aquella norma, pero realizada miles de años después. Del mismo modo, este decálogo sin dudas representó una mirada determinada de su propio momento histórico, bastante particular por cierto, pero visto desde la actualidad, año 2013, lo que seguramente nos arrojará hacia conclusiones significativamente distintas.
–Es exactamente así. Sin dudas Kieslowski ha trabajado estas reflexiones cinematográficas pensando en su propio tiempo, sumamente problemático. Por supuesto, existen muchas diferencias entre aquel tiempo y el nuestro. En primer lugar, veo en el Decálogo una cierta angustia. Es curioso, pero quizá el punto más alto de angustia lo encuentro en el último episodio, que lo desarrolla como una comedia, un poco negra pero una comedia. Angustia respecto de lo político y de la transformación social que se estaba operando en ese momento en los países del bloque socialista. Obviamente que en el primer episodio también hay una angustia del demonio, pero creo que ahí en el último es donde hace más manifiesta su angustia política. Es decir: en aquel momento, los países de Europa Oriental salían de una economía de mercado controlado a una economía libre, y creo que lo que él plantea en esta comedia negra es sobre todo un interrogante: ¿en esta economía libre queda algún valor, o todos los valores también se mercantilizan? Incluidos los afectos. Al final los dos hermanos se ríen, festejan. ¿Pero qué es lo que están festejando?
Festejan que la fidelidad y la confianza mutua no se vendió, no se mercantilizó ni se convirtió en un valor de mercado. En ese sentido, creo que la colección de sellos filatélicos (que es el pasatiempo de estos hermanos), a mi juicio nos está mostrando la historia. Esa desesperación que tienen los dos por conseguir el último sello, la última estampilla del período de dominación austríaca de Polonia, no nos muestra otra cosa que la historia, la pone en primer plano. Y la historia se mercantiliza: vemos el mercado donde se vende, se compra, etc. Creo que utiliza ese género de comedia para plantear la más profunda angustia política que para él representaba este paso de una economía a la otra.
–¿Ese mismo relato cómo puede leerse desde el presente en la Argentina?
–Creo que es la situación exactamente contraria: pasamos de una economía en la cual todo se había mercantilizado a una sociedad que en los últimos años, y siempre a mi juicio, ha recuperado una serie de valores. La década del ’90 para nosotros ha sido –para mí al menos–, una década terrible en la que no quedó nada que no se pudiera vender o comprar, donde todo tenía precio. Se cayó en un fundamentalismo de mercado, una cosa espantosa. La búsqueda del éxito económico, la búsqueda de la supervivencia a costa de cualquier cosa. Creo que la década de los ’90 fue tremendamente destructiva, no sólo desde el aspecto económico y el rol del Estado, sino también en cuanto a la pérdida de valores, ¿no? Es decir que se trata de procesos totalmente diferentes. Kieslowski plantea salir de una economía de Estado a otra de mercado, y se pregunta qué pasará del otro lado, adónde nos llevará la economía de mercado, si quedará algún valor en pie que no se traduzca en valor pecuniario. Nosotros salimos de ese terreno en el que casi no habían quedado valores que no fueran pecuniarios, a otro donde, como ocurrió en estos últimos años, se recuperan algunos valores sociales. Fundamentalmente el valor solidaridad.
–Por lo que dice, entiendo que usted cree que en una sociedad mercantilizada no hay lugar para absolutamente ningún valor.
–Claro, porque se puede llegar a la mercantilización de todo, realmente. Esa es la angustia que plantea Kieslowski.
–¿Pero realmente se trata de una ausencia de todo valor, o del triunfo de otros valores que no tienen que ver con aquellos de orden social? Porque hablar de ausencia de valores remite a un estado de caos.
–Es que en cierta medida es un caos. Si se mercantilizan todos los valores, lo único que regula el valor es el mercado. Entonces estamos pensando en un homo economicus, manejado únicamente por su interés individual de mercado. Y sí: no es el caos, pero el que estamos pensando es un mundo de psicópatas.
–Usted ha mencionado que el Decálogo de Kieslowski plantea una serie de normas éticas. Creo que sería útil aclarar cuál es la diferencia entre la ética y la moral.
–Bueno, la moral yo la entiendo como algo de carácter individual, lo que me indica mi conciencia. Para algunos será el decálogo, para otros será Dios: para mí es mi conciencia. La ética en cambio es social, la ética son normas de trato entre personas en forma de ethos, normas de convivencia.
–¿Y efectivamente el Decálogo se dedica a esas normas de orden social sin apelar a los valores individuales que, según usted dice, representan lo moral?
–Bueno, a veces en efecto se ocupa de cuestiones morales, sin dudas. Pero fundamentalmente creo que lo que está planteando desde su trabajo son normas de convivencia.
–Y aquella ausencia de valores que representa el rigor del mercado libre, ¿incluye valores éticos o morales?
–Creo que ambos. Se destruyen valores morales y desaparece el valor persona.
–Porque cuando se ataca al individuo, se ataca la moral.
–Por supuesto. Porque cada persona pasa a tener un valor económico y sólo se la evalúa por lo que puede rendir en el mercado, su capacidad de producción.
–¿Y de cuál de estas dos áreas debería ocuparse la justicia?
–De la moral nunca. La Justicia no se puede meter en el ser humano, en la conciencia de cada uno. En eso hay que tener mucho cuidado y creo que nuestra Constitución es bastante clara. El artículo 19 de la Constitución Nacional marca el límite intocable que es la columna fundamental de nuestro sistema. Es decir, se puede concebir el Derecho de dos maneras: un Derecho trascendente y un Derecho intrascendente de la persona humana. Este último es el que respeta absolutamente la autonomía moral; el derecho trascendente es aquel que sirve para otra cosa que está más allá de la persona. La raza, la comunidad del pueblo, la dictadura del proletariado, lo que diablos sea. En ese caso la persona pasa a ser un instrumento, un medio como cualquier otro al servicio de un ente suprahumano. Pero nuestro sistema jurídico siempre ha sido un sistema asentado sobre la autonomía de conciencia.
–¿No cree que esta forma siempre compleja que tienen las cuestiones legales y jurídicas terminan siendo demasiado abstractas y alejadas de la realidad?
–Porque necesitamos crear un sistema que nos permita no caer en contradicciones, y eso requiere de un importante nivel de abstracción. Pero te lo bajo a lo concreto: ¿me puedo fumar un porro o no me puedo fumar un porro? Esa es una cuestión de autonomía de conciencia. Yo de mi vida hago lo que quiera en tanto no joda al prójimo. Ese es el límite que pone nuestra Constitución.
–Este tipo de experiencias de partir de un arte popular, como es el cine, para hablar de la ética y de la ética en la justicia, ¿puede ser útil en la tarea de allanar la brecha entre la justicia y las personas?
–Claro que puede ser útil, por supuesto. Porque te grafica cuáles pueden ser los problemas, te los plantea. Uno puede salir a plantear abstractamente los problemas e inevitablemente tendría la respuesta que tenés vos, que me decís que esto es demasiado abstracto. Pero si te lo muestra y te lo está graficando a partir de la imagen, es mucho más claro. Y genera momentos de profunda reflexión, que por más que escribamos libros jurídicos, etc, nunca los podríamos generar.
–Un poco esa es una de las ventajas de los lenguajes cinematográficos y del arte en general.
–Siempre el arte ha tenido la virtud de plantear los problemas con más claridad que nosotros. Incluso problemas teóricos. Qué sé yo… hay muchas obras de arte que lo hacen, alcanza con leer a Dostoievski, por ejemplo. Alguna vez escribí algo sobre Tienda de los milagros, de Jorge Amado, donde plantea todo el problema del positivismo, del positivismo racista, del positivismo que representa un peligro para la dignidad humana. Lo plantea en términos muy claros y comprensibles para todo el mundo.
–Supongo que algunas de las grandes discusiones sociales que han tenido lugar en los últimos tiempos, como la promulgación de la Ley de Matrimonio Igualitario, habrá ayudado a popularizar algunos conceptos respecto de ética, moral y justicia.
–¿Y qué es la Ley de Matrimonio Igualitario sino el respeto a la autonomía de conciencia?
–¿Por qué es más compleja la cuestión del aborto?
–Lo del aborto es diferente, es más bien una cuestión instrumental. Yo no sé cuál es el número real de abortos que se cometen…
–¿Por qué dice cometen y no realizan?
–Porque el aborto sigue siendo un delito. Deben ser, según dicen algunos, 400 mil. Supongamos que sea la cuarta parte, es decir 100 mil, en diez años se convierten en un millón. Hay quien piensa que el aborto es un pedacito del Código Penal, y hay quienes pensamos que el aborto son un millón de fetos pudriéndose en un cerro. Entonces, frente a este fenómeno, hay dos políticas. Una es no hacer nada y dejar el pedacito de papel. La otra es pensar cómo bajar el cerro. Y el cerro no se baja con el pedacito de papel, porque el pedacito de papel no sirve para nada. En realidad creo que si tuviera que pensar en la política antiaborto, creo que la mejor que ha habido es la Asignación Universal por Hijo. Y la mayor política abortista que se ha hecho es la de los años ’90. Sobre todo porque en la Argentina tenemos un problema grande de aborto por comodidad, que no es el que predomina, sino que es el aborto de la pobreza. Entonces lo que queda frente al aborto es una política de disminución de daños.
–Muchos de los que critican la Asignación Universal por Hijo lo hacen apoyados en un criterio similar al suyo pero a la inversa: la idea de que con la Asignación se financia una máquina de parir.
–Sí, ya sé, está bien. Pero ese argumento tampoco lo inventaron acá, lo usaron los norteamericanos hace muchos años. Todo el think tank de Reagan y Bush decía esas cosas. Y también los conservadores británicos. Claro que estos son los que después dicen «no deroguen el Código Penal», se rasgan las vestiduras y son los adalides del antiabortismo.
–¿Y cuál es la debilidad de ese argumento?
–La debilidad de ese argumento es que si hay menos abortos, mejor, y entonces la Asignación Universal por Hijo está cumpliendo la función que tiene que cumplir. A mi juicio esta ha sido realmente la más eficaz de las políticas antiabortistas que han existido hasta ahora.
–¿Hay alguno de los episodios del Decálogo a partir del cual se pueda hablar de esta cuestión?
–¿Del aborto? Hay uno, sí. El que se titula «No invocarás el nombre de Dios en vano». Pero no plantea el tema en sí mismo, sino que lo hace desde el problema de conciencia de un médico que jura en falso sabiendo que lo hace. Y por una coyuntura resulta que evitando un aborto, al mismo tiempo está salvando la vida de su paciente, que debido a eso cree que ese que nace es hijo suyo. Al final dice: «voy a tener un hijo, esto me da nueva vida», y el médico termina salvando dos vidas a través del falso juramento. Es interesante este capítulo, es uno de los más raros.
–El programa sale los sábados a las 22 horas por la Televisión Pública, ¿verdad?
–Así es.
–Ese es el mismo espacio que ocupaba el ciclo Función Privada, un programa clásico de los años ’80 en donde dos críticos de la época (Carlos Morelli y Rómulo Berrutti) se dedicaban a presentar películas. ¿No se irá a encariñar con el espacio, no? Porque de hecho hay muchas otras películas que pueden ser ilustrativas de este tipo de cuestiones éticas.
–Recuerdo vagamente ese programa, porque nunca miré mucha televisión. Pero en efecto hay muchas películas, sí. Así que no dejaría de ser una posibilidad. De hecho hay un colega chileno que se ha dedicado a hacer eso, aunque no para televisión, sino como recurso didáctico, y hasta tiene un libro escrito sobre el asunto.
–Entonces no lo descarta.
–No sólo no lo descarto, sino que insisto: creo que a través del arte se pueden expresar las cosas de un modo mucho más efectivo del que podemos hacerlo desde los libros legales. Los libros de Derecho están destinados a un público muy chico, un público técnico. Y a veces ni siquiera los técnicos los leen: es muy aburrido. Hay un momento dado en que uno tiene que plantearse hacer, no digo una cosa popular, sino de divulgación. Y la divulgación, a partir de medios artísticos, es muy efectiva.
–Además estamos en un momento político en que la divulgación de lo ético y lo jurídico es importante.
–Todo momento político es importante. Creo que la conciencia jurídica de una población es una cuestión de cultura que hay que ir desarrollando constantemente. Vos me planteás el matrimonio igualitario, el problema del aborto, la cuestión de la marihuana. Son temas que si vas 25, 30 años para atrás, eran imposibles de discutir. Eso significa que se ha logrado conciencia. Cobrar conciencia en la dignidad de la persona, de su autonomía y libertad: esto es el Derecho. ¿Si no para qué diablos sirve todo lo que hacemos? Sirve para eso o se convierte en un mero ejercicio de poder hegemónico que no sirve para nada. «